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Génesis: Un poema ascendente

Génesis
Abstracto en el limo primordial
yo mismo me sueño
y mi hálito me fortalece.
Tomo forma primigenia
y ávido de vida
devoro mi pútrida placenta,
hecha de pesadillas esbozadas,
ribeteada de muerte yacente
mas no muerta.
Un despertador viejo y desvencijado
marca la hora trece
y más allá del tiempo me elevo
como fénix oscuro, como dios caído.
Araño las paredes de este pozo
carnoso y purulento.
Mis dedos arrancan bolsas
biliosas, cuyo jugo bebo;
su fuerza es la mía.
Mis manos tornan garras
que dejan mi seña en el útero
de este remedo de madre.
¿Qué progenitores tiene el que duerme
desde el principio de lo eterno?
Soy Hypnos, soy Tánatos,
soy leyenda escondida que llega a la luz.
Alcanzaré mi meta y llegaré más alto
pues mis alas están hechas
de tu agonía y servidumbre.
Mi soma es tu miedo,
mi impulso, tu plegaria,
mi reino, tu sangre,
y tu alma…
un bocado para pasar el rato.

La triple amenaza de Drácula

Hace unos meses publiqué un post titulado 111 dentelladas, en el que hacía unos comentarios sobre la novela del Bram Stoker. Vuelvo a ella porque se aproximan tiempos interesantes en lo que se refiere al chupasangres valaco.

Tres amenazas, tres. La primera, la eterna, la del monstruo en la sombra, la de la no-vida que nos produce esa atracción y repulsión simultánea. La de la despedida del sol y la vida en la muerte de otros. La primera.

La segunda amenaza comparte el mismo apellido que el creador del mito: Stoker, de nombre Dacre, sobrino-bisnieto de Bram –para qué se van a llamar, no sé, John y Frank, ¿para qué?- ¿Por qué amenaza? Porque junto a Ian Holt, guionista de cine y miembro de la Asociación Transilvana de Drácula VAN A PUBLICAR LA SEGUNDA PARTE DE LA NOVELA. Su título, “Drácula, el No-Muerto”. Título que, por cierto, iba a ser el original del Stoker tío-bisabuelo, hasta que su editor lo quitó. Se publicará en inglés durante octubre y en español el año que viene, probablemente hacia abril-mayo..

Al parecer, dejan de lado el modelo epistolar por una narración más directa porque, según Jane Jonson, editora de Harper Collins UK –la distribuidora de la futura novela en Gran Bretaña- “la hace más inmediatamente accesible al lector moderno de misterio”. Por un momento creí que hablaba del Código De Vinci y entonces sí que tuve miedo. Y aún lo tengo. Mucho miedo. Amenaza. La segunda.

Y la tercera. Julio 2010. La película. Aún no se ha publicado el libro y ya se está rodando la película. Quiero llorar.

Por cierto, para redondear el tema, ¿a que no sabéis a qué se dedicaba el señor Stoker sobrino-bisnieto antes de convertirse en escritor? Si no lo habéis leído por ahí, ni os lo podéis imaginar: entrenador olímpico del equipo de pentatlón Canadá.

Ya estoy llorando.

Trilogía en ambos mundos - ¡A la venta!

Después de mucho esfuerzo y con 7 meses de retraso, ¡¡¡POR FIN ESTÁ A LA VENTA!!!

TRILOGÍA EN AMBOS MUNDOS


No tenéis más que ir a http://jokin.bubok.es/ y ahí está, recién publicadito para todos vosotros.

Disfrutadlo de noche y con poca luz.

¡¡¡Feliz verano!!!!

La invocación

Las sombras tenían la vida del fuego que las animaba. Sus lenguas lamían la forma de la mujer de pelo azabache y ensortijado. Con las piernas cruzadas contemplaba las llamas caóticas y portadoras de secretos nacidos en otros mundos.

Sonrió torvamente y, tras tomar una túnica doblada a su izquierda, se incorporó se puso la prenda y caminó hasta un intrincado diseño grabado en el suelo. A cada paso sus pies desnudos apenas arrancaban un murmullo sordo en su contacto con la roca. Se detuvo en el centro del laberinto de arabescos y símbolos, imaginados antes del tiempo de los hombres. Signos otorgados a los sacerdotes de Atlantis y robados de allí antes de su destino bajo los mares.

La mujer se colocó la capucha y de modo que bajo ella solo podían verse destellos intermitentes en sus ojos espejados ante el fuego.

Un cántico brotó de sus labios. Las paredes de la caverna devolvían ecos distorsionados, que originaron una cacofonía, la cual, poco a poco, tornó ensordecedora. Las palabras eran tan antiguas como los primeros hijos de Babilonia, cuando el trueno y la lluvia aún provenían de la ira de los dioses.

A medida que la mujer subía el tono de voz, la cueva entera vibraba con mayor intensidad, amplificando la magia de aquellos sonidos y vocablos arcaicos. Alzó las manos para abarcar la energía que comenzaba a acumularse sobre su cabeza, que mantenía con la mirada gacha pues los ojos mortales no pueden soportar la visión de la divinidad, sin importar el origen de esta. Así se lo había asegurado su maestro y amante, cuyos restos descarnados yacían en un rincón, tras un festín de carne y sangre.

El vórtice sobre ella se agrandaba minuto a minuto. De los rizos que asomaban bajo la capucha colgaban pequeñas gotas de sudor.

Llegó el silencio. Los ecos murieron y su voz era absorbida por el portal, pues eso era ya. La mujer redobló entonces sus esfuerzos. Debía mantener el paso libre hasta que uno de los Ancianos lo alcanzara. Así pasaron más minutos, sus rodillas flaqueaban pero no podía fallar. El premio merecía la pena, so le había asegurado su mentor, al que superaría en poder y sabiduría. No, no podía fallar.

Una terrible fuerza la golpeó desde arriba, derribándola. Había llegado.

-¡Mi señor!- clamó ella y alzó la vista para poder contemplarlo.

A cambio, solo obtuvo una respuesta: "Hambre" .

Gritó. Gritó y gritó. En la esquina, la cabeza del cadáver parecía contemplar divertida la escena. Aunque también pudiera ser un efecto de ls sobras, vivas entonces sin necesidad de luz.

Unas horas más tarde, una mujer vestida con una túnica y de pelo negro y ensortijado abandonó la cueva. De lejos parecía una mujer apetecible, con rasgos firmes y cincelados. Un cuerpo deseable. Pero si se acercara y mirara sus ojos… ¡Ah, sus ojos! Sus oscuros, antiguos y letales ojos.

Caigo: una poesía descendente

Si bien no soy muy habitual en esto de la poesía, en esta ocasión me arriesgo. A ver qué tal.

Caigo.
Entes bulbosos amortiguan
mi descenso caótico y fatal
¿Qué más da pues ya estoy muerto?
Y los fragmentos de alma
que me intentan succionar
ya huyeron.
Solo soy cáscara
rebotando entre miasmas
de seres pútridos.

Sí, caigo.
Y deseo llegar al fondo,
posar mis restos en el Averno;
matriz, útero,
de seres nacidos antes de Cronos.

Miro hacia mi final
cuando los monstruos descansan.
Vislumbro una ciclópea llanura,
glauca y pulsante.
Quiere abrazarme y yo,
yo...
quiero perderme en ella.

¿Qué es eso?
¡No!
Dejadme alcanzar mi sueño.
No desgarréis mi ser
antes de tiempo.

Cerrad las fauces,
ocultad colmillos de ponzoña
y guardad vuestro hálito.
Apartaos de mi senda al infierno
pues es mi destino
ser ángel sin alas.

Por favor.
Os lo imploro.
No me neguéis mi anhelo.
Por favor.
No quiero entregaros
mi último grito.

Otra vez.
Aquí otra vez muero.

ESTABA EN LATÍN

Una pieza de teatro menor, por El Arcano


Un bar de barrio en Madrid. El local es pequeño y un poco abandonado. Hay un camarero viejo detrás de la barra. Los únicos clientes son dos hombres que están sentados en una mesa, bebiendo café. Uno de ellos lleva uniforme de policía mientras que el otro está de paisano.

AGENTE CARBAJO (de uniforme): Hoy no he terminado el turno pero necesitaba salir.

AGENTE IBÁÑEZ: ¿Estás enfermo o algo?

AGENTE CARBAJO: Me da náuseas todo esto, No se si me estoy haciendo viejo, pero yo creo que antes no era así, algo está cambiando, se está poniendo peor.

El Agente Carbajo se levanta y pide dos cafés más.

AGENTE IBÁÑEZ: ¿Es de verdad? ¿No estás exagerando un poco?

AGENTE CARBAJO (con aire abatido): No lo sé, tal vez es el cansancio solamente. Pero hoy cuando detuvimos al loco ése que iba en contravía por la autopista me sentí mal. Mira, ahí viene Mejía, estaba conmigo esta tarde.

El recién llegado es un policía que lleva uniforme. Llega alterado y nervioso.

INSPECTOR MEJÍA: Ibáñez, Carbajo ¿cómo va la cosa? Yo tengo un dolor de cabeza de espanto.

AGENTE IBÁÑEZ: ¿Y te vas a tomar la cerveza así? Al menos quítate el uniforme...

INSPECTOR MEJÍA (en voz alta): Mira, Ibáñez, no estoy para mariconadas. (Baja la voz y mira al Agente Carbajo) ¿Escuchaste la declaración del melenudo?

AGENTE CARBAJO: De eso hablábamos… el suicida del Fiat. ¿Le dieron algo?

INSPECTOR MEJÍA: Vino el enfermero y le aplicó tranquilizantes. Y si de mí dependiera, hasta camisa de fuerza le hubiera puesto. Pero al rato, cuando le hicieron efecto, se calmó y empezó a preguntar qué hacía en la comisaría, qué había pasado.

AGENTE CARBAJO: ¿No se acordaba de nada?

INSPECTOR MEJÍA: Yo que sé, si se estaba haciendo el idiota o si los tranquilizantes le bajaron el efecto de las drogas. Pero luego empezó a llorar, a pedir que no lo dejaran solo, que lo cambiaran de celda o que lo mantuvieran vigilado. Ahí se quedó gimiendo, yo ya no podía más.

AGENTE CARBAJO: ¿No pidió un abogado? Mira que lo va a necesitar. De los que trataron de esquivarlo, por lo menos hay cuatro que ya están en la morgue y tres más que seguro la palman mañana. Los del Seat que volcó y ardió. Y la lista sigue: tres con amputaciones, una embarazada que perdió el niño, un motorista en coma...

INSPECTOR MEJÍA (enfadado):Carbajo, no seas morboso, pareces de telediario con esa cháchara de muertos y fallecidos. Bastante tengo con haber tenido que aguantar los gritos del loco en la patrulla cuando lo traíamos. ¡Parecía que lo estaban desgarrando por dentro!

AGENTE CARBAJO: Pues tenías que haberlo oído hace un rato cuando salimos de la comisaría. Empezó a llorar y a gemir, pidiendo que lo acompañara alguien, que venían a por él, que ya los estaba escuchando.

AGENTE IBÁÑEZ: ¿Pero qué toma esa gente? ¿Hongos? ¿Qué cosa te da esas alucinaciones?

INSPECTOR MEJÍA: Habrá que ver qué dicen los exámenes médicos. Por ahora hay que decir que no encontramos nada en el coche ni en la ropa. Apenas tenía la cartera y unas cuantas monedas. Nada de valor, salvo un colgante de plata: una estrella con un ojo llameante en el medio.

AGENTE IBÁÑEZ: Melena, colgante y poco dinero. Un hippie, seguro.

INSPECTOR MEJÍA: Alguien de letras, porque había montones de papeles viejos en el coche. Algunos incluso salieron volando por la carretera, montones de hojas amarillentas. Aquí traje una de las que recogimos, para echarle un vistazo con calma.

El Inspector Mejía saca unas hojas de papel arrugadas y sucias, escritas por ambas caras.

AGENTE IBÁÑEZ: ¿Eso es inglés?

AGENTE CARBAJO: No seas idiota, Ibáñez, eso es latín.

AGENTE IBÁÑEZ: Coño, Carbajo, que yo soy de pueblo.

AGENTE CARBAJO: Yo tampoco entiendo qué es. Mejía, ¿tú estudiaste latín?

INSPECTOR MEJÍA: Algo, con los escolapios. Los cabrones nos ponían horas a darle al rosa rosae. Las putas declinaciones.

AGENTE IBÁÑEZ: ¿Y que dice?

INSPECTOR MEJÍA (Saca unas gafas y se pone a revisar las hojas): No entiendo casi nada. Es un latín raro, medieval. Yo aprendí latin clásico, y mal. Por eso tengo pistola y no libros. A ver (leyendo)... aquí pone abyssus invocat ... eso lo entiendo como algo de llamar el mal... hic est enim sanguinis... con la sangre... servorum dei... sirvientes del dios... ille, inquam, Shub Nigh…, qui nescit occasum, encuentra la llama ¿Shub Nigh? que arde...

AGENTE IBÁÑEZ: No tiene sentido.

INSPECTOR MEJÍA: Claro que no. Y si estuviera bien traducido, seguro que tampoco. El melenudo está loco.

AGENTE CARBAJO: Es cierto, más valdría tenerlo vigilado. ¿Quién está en la comisaría?

INSPECTOR MEJÍA: Blasquez, pero ése se la pasa con el tetris en el ordenador y contestando el teléfono. Todavía está bisoño.

AGENTE IBÁÑEZ: ¿Blásquez? ¿El nuevo? Pues ahí viene.

Entra corriendo un policía joven, con el uniforme desordenado y la cara llena de sudor.

INSPECTOR MEJÍA (se levanta de la silla, gritando): ¡Pero qué es esto, Blasquez! ¿Ha dejado la comisaría sola? Le juro que como pase algo...

AGENTE BLÁSQUEZ (asustado, le tiemblan la voz y las manos): ¡Inspector, venga rápido! ¡Es el suicida! Dejó de gritar y cuando fui a ver si le pasaba algo... ¡Estaba ahí tirado, lleno de sangre, en la celda! ¡Las tripas por todos lados!

INSPECTOR MEJÍA: ¡Cálmese, Blásquez! A ver, tómese algo. Nosotros vamos a ver qué pasa. Carbajo, acompáñeme. (Al Agente Blásquez) ¿Quién más había en la comisaría?

AGENTE BLÁSQUEZ : Nadie, sargento.

INSPECTOR MEJÍA: ¡Mierda!

Se alejan, corriendo. El camarero le trae un vaso de agua al Agente Blásquez y se marcha tras la barra.

AGENTE BLÁSQUEZ: ¡Ese olor... como a animales salvajes! Yo estaba sentado, tranquilo, cuando empezó a inundarlo todo, y la sangre. ¡Había mucha sangre!

AGENTE IBÁÑEZ: Tranquilo, hombre, cálmese... tómese esto. (Le pasa el vaso de agua y le da dos palmadas en la espalda). Ya se fueron a ver qué ha pasado. Respire y beba con calma. ¿Qué es eso que trae en la mano?

AGENTE BLÁSQUEZ: No sé, estaba en el despacho, lo cogí antes de ir a ver qué le pasaba al detenido. Es un colgante, con una estrella. Yo creo que es para la suerte o algo así.

AGENTE IBÁÑEZ: Pues me parece que era del tipo que estaba en la celda. Y no le trajo nada de suerte.

Se quedan en silencio un rato. Se cierra el telón.

El hermano se duerme

Hace un par de meses anunciaba una llegada inminente.

Bueno, pues parece que tampoco lo es tanto.

Frater insomne se ha encontrado con alguna dificultad por el camino. Digamos que el hermano se han dormido y remolonea que da gusto.

Por fortuna en breve llegará rebautizado y con nombre traducido y sencillo:

Trilogía en ambos mundos

Espero que cuando llegue, lo disfrutéis. En dos semanas o 14 días, lo que suceda antes.

Próximamente

Después de muchos vaivenes parece que mi objetivo se va a cumplir.

En un par de meses llegará: FRÁTER INSOMNE (praeludium)

Manteneos en sintonía.

111 dentelladas

1.897. Londres, capital del mundo, al menos del llamado hemisferio occidental. Tras una gestación de unos tres años, ve la luz una obra rompedora para la época: Drácula.

¿Por qué digo rompedora? Por un motivo principalmente: es de las primeras obras en recuperar el formato epistolar, más en boga el siglo XVIII y, tal vez, principios de XIX. Lo más seguro es que sea la primera así dentro del género de terror. No cae en el destripamiento aséptico y clínico de Poe ni en el ripio rebuscado del Wilde y su Retrato. Curiosamente, ese año de la publicación se cumplían también las bodas de plata de la que es su inspiración -reconocido por el propio Bram Stoker-: Carmilla, de Sheridan Le Fanu.

Comparándolo con otros autores, se centra mucho más en los personajes que en el ambiente. La opresión se produce por la introspección psicológica a pesar de caer en estereotipos victorianos, sobre todo en los personajes femeninos (Mina y Lucy) cuyas bondades son reflejadas por su corrección (en el caso de Lucy) o por la atribución de valores "masculinos" (caso de Mina).

Resultan llamativos los toques de humor, que no se presentan en las obras de sus coetáneos, quizá exceptuando a Wilde (tengo un amigo que lo llama "la maquinita de hacer frases"). Este humor está representado sobre todo en la figura del doctor Van Helsing y sus dificultades con el idioma.

Si hablamos de Drácula, es inevitable hablar de sus numerosas adaptaciones cinamatográficas. Tras leer la novela, me llamó la atención que, en términos psicológicos, el Drácula de la Hammer -inolvidables Christopher Lee y Peter Cushing- se parece mucho más al de Stoker que la versión de Coppola. Motivo: ¿de dónde demonios han sacado la parte romántica de Vlad Dracul? En ningún momento de la novela existe atracción alguna entre la señora de Jonahtan Harker y el conde de más allá del bosque (osease Trans-silvania). Drácula es, por decirlo brevemente, un tanto hijoputa. En la obra también se destila un fuerte erotismo en algún momento, por ejemplo con las tres vampiresas (en claro homenaje a las tres brujas de Macbeth y sus regalos) o, aunque hay que fijarse en un párrafo concreto, cuando Arthur Holmwood mata a su prometida Lucy Westenra. Dicho párrafo que empieza algo así como (lo digo de memoria así que cualquier parecido con la obra, etc, etc.): "el fuerte brazo subía y bajaba mientras la estaca penetraba en la joven [...]". Esta mezcla de Eros y Tánathos es solo una muestra de la habilidad de Stoker para jugar con el lector.

Sin embargo, la maestría del autor se muestra ante todo en su némesis. En el vástago que ha acabado devorando al padre desde el mismo momento en que vio la luz para todo el público londinense. Este año se cumplen 111 dentelladas desde su no-muerte. Un personaje que casi no aparece en la novela y que, sin embargo, define todas las acciones que en la misma suceden. Esa es la máxima grandeza de esta obra.

Siempre nos encontraremos con los "intelectualoides" que denosten esta novela por el mero hecho del género en que navega. No les hagáis caso. Jamás alcanzarán su maestría.

Los que no la hayáis leído, hacedlo. No os arrepentiréis.
PD: ¿Alguno ha jugado a "In nomine..." y ha sacado 111?

Un pequeño legado (y XIV)

(Para ver las partes anteriores entre otros relatos de los eones)

La última noche, tras el incendio, por primera vez en mucho tiempo, Wendell no tuvo pesadillas. Al despertar, a pesar de las pocas horas de sueño, se había levantado con una energía renovada, si rastro de esos terrores nocturnos que mermaban su descanso. Cuando nuevamente volvió a acostarse tras la agotadora jornada de visitas y preguntas, se durmió al poco, tranquilo por un trabajo bien hecho.

Se incorporó al oír un ruido. Se mantuvo en silencio por si sonaba de nuevo. Ahí estaba. Como alguien arrastrando los pies. ¿Habrían entrado en su casa? Con sigilo salió de la cama y abrió la puerta de un armario donde guardaba un revólver en un falso hueco. Abrió un poco la puerta, muy despacio. Miró a través de la rendija abierta y cerró violentamente la puerta. Notó en su mano algo viscoso donde debería estar su arma. Un pequeño ente bulboso parecía sonreírle con malicia. Lo lanzó contra la pared y al impactar escuchó un detonación que le despertó.

Se incorporó al oír un ruido. Jadeaba. Un mal sueño. Lo que había visto al otro lado de la puerta y lo que había sentido en su mano era tan real que casi le da un ataque. Necesitaba un poco de aire, de modo que abrió la ventana para que entrara le diera el fresco un par de minutos. Allí estaba otra vez ese hombre pero ahora Wendell no tenía miedo. Comenzó a gritarle, a amenazarle con que iba a llamar a la policía. El otro tan solo le señaló con un dedo, un dedo que se estiraba hacia él, convertido en un horrible tentáculo. El paisaje se deformó y una vez más veía esa inmensa, infinita, llanura con los horribles e imposibles seres al fondo pero ahora no se alejaban sino que caminaban o se arrastraban o levitaban o lo que fuese hacia él. El hombre se tiró al suelo y se arrastró hasta un rincón donde quedó temblando.

Se incorporó al oír un ruido aunque nuevamente se había incorporado en su cama. ¿Había despertado o no? ¿Seguía en esa pesadilla? Lágrimas de desesperación y locura afluyeron a su rostro demudado por el pánico y la incertidumbre. A su alrededor todo era silencio y por la ventaba se asomaba una luna menguante en una despejada noche otoñal. Todo en orden. Sí, todo en orden y tranquilo. Necesitaba agua. Respirando dificultosamente salió de la cama y se dirigió a la cocina para tomar el preciado líquido. Con el vaso lleno, se sentó para acabar de calmarse. Confiado por haber sido capaz de dormir la noche anterior sin necesidad de la medicación, se había olvidado tomarla de nuevo. Era eso. Esperaba no tener que tomarlas el resto de su vida. En cuanto acabara de formalizar los documentos necesarios para recuperar sus bienes, se tomaría un mes de vacaciones y se olvidaría de todos sus males.

Tras tomar el agua y dejar el vaso en la cocina, volvió al dormitorio con cierto nerviosismo por si las pesadillas se repetían de nuevo. Hasta ahora sólo le habían atacado en el primer sueño de modo que, con todo, ahora dormiría más tranquilo. Sobre la mesilla de noche reposaban un dietario con anotaciones de su trabajo y el vaso, que en esta ocasión no contenía agua.

Wendell trastabilló y chocó con la pared mientras veía que un extraño ser salía del vaso. Y salía y salía. Era como una serpiente de un color indefinido y sin ojos. El joven se tambaleó hasta el armario en busca de su revólver, abrió la puerta mientras vigilaba los movimientos de ese horripilante ser que estaba ya fuera del vaso y del que empezaban a salir protuberancias. Se giró para tomar el arma y no vio sino abismo ante él. Se dio la vuelta para buscar una salida cuando algo lo atrapó y lo alzó en volandas. El ser que ocupaba la habitación lo había enlazado en un extraño tentáculo que refulgía levemente con la luz irreal que emanaba de la puerta abierta. Lo obligó a mirar a través de ella mientras Wendell gritaba angustiado ante la visión de los seres que pretendían alcanzar la puerta. El ente que lo había aprisionado lo apartó de allí haciéndole mirar por la ventana, que rompió con otra de sus viscosas extremidades. Unos cantos en un idioma desconocido llegaron a sus oídos a medida que unos hombres se acercaban. Howards, Samuelson, Spencer y otras gentes de Arkham entre rostros desconocidos entonaban esa extraña salmodia. Lo sabían, ellos lo sabían.

Bruscamente el tentáculo tiró de él hacia atrás y obligó al abogado a mirar hacia el ser. Algo similar a una cabeza asomaba en lo alto del ser que ahora tenía más de dos metros de alto. La cabeza giró y Wendell vio su rostro. Un grito agónico y desgarrado surgió de su garganta y comenzó a llorar desperado. El rostro se acercó sonriente, abrió la boca y después solo la negrura.

El médico retiró el estetoscopio del pecho de Wendell confirmando con un gesto adusto que estaba muerto. Preguntó a la aún temblorosa Mildred, ama de llaves y cocinera de la casa, qué había sucedido exactamente. Ella respondió que no podía contestar con certeza pues unos terribles gritos la despertaron pasada la media noche. Bajó las escaleras alarmada al darse cuenta de que esas desgarradoras voces provenían de la habitación su dueño. Golpeó en la puerta pero al no obtener más respuesta que un extraño gorgoteo, decidió abrirla. Además estaba preocupada por unos extraños cantos que sonaban en la calle.

El joven estaba tumbado sobre las sábanas, lo vio con el cuerpo muy tenso y rígido. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas fijos en un punto del techo pero como sin ver. Cuando se acercó para intentar ayudarle a incorporarse, el hombre, con una rápida mano, la atenazó y dijo unas palabras sin sentido alguno para la mujer: “Ha vuelto. Yo lo maté pero ha vuelto. Se acerca con esos monstruos. Se acercan. Estamos perdidos. Yo lo maté. Su cara. ¡Oh, su cara!”

Wendell dio un último grito, como expulsando el alma, y dejó caer su brazo, quedando su cuerpo inerte sobre la cama.

Un pequeño legado (XIII)

(Para ver las partes anteriores entre otros relatos de los eones)
Wendell dio un paso atrás, dejando que el cuerpo inconsciente de Christopher se desplomara sobre el suelo. Tras unos instantes de confusión, supo qué hacer. Unas pocas ascuas sobre la alfombra cercana la prenderían originando un incendio que acabaría con su odiado hermanastro, él daría el aviso de incendio, un poco tarde por supuesto, y quedaría como el héroe que intentó salvarlo. Sólo esperaba que nadie hubiera visto su coche.

Con un atizador esparció parte del contenido de la chimenea y esperó a que prendiera. Cuando las primeras llamas se originaron, Wendell arrastró una de las sillas y la puso sobre el cuerpo inmóvil de Christopher. Quemó un periódico y mientras ardía, incendió la tapicería. Quería asegurarse de que no podría salir. Con el mismo diario, quemó otras zonas de la sala. Lo tiró en medio de la estancia y se encaminó a la puerta de la cocina. Por fortuna, el servicio no se había despertado o no estaba en la casa. Si se hallaban en su cuarto… en fin, mala suerte. Aunque la luz de su habitación estaba apagada, eso le había parecido al acercarse a la casa, puede que le hubieran visto llegar, de modo que tal vez le viniera bien su muerte. Echó una ojeada antes de salir. Nadie. En esa época tan cercana al invierno la gente prefería permanecer al resguardo de sus hogares que en la intemperie.

Cuando estuvo fuera, se dirigió a su coche furtivamente. Entró, lo arrancó y se dirigió nuevamente a la mansión. El incendio ya estaba adquiriendo proporciones notables y las luces de algunas casas se encendieron. Wendell comenzó a gritar y a avisar del incendio. Aporreó la puerta de la casa más cercana pidiendo que avisaran a los bomberos y aconsejando que abandonaran sus casas por si el incendio se propagaba. Advirtió del peligro a otras casas cercanas. Pronto se formó un alboroto: la gente salía en tropel de sus hogares para contemplar con ojos pasmados cómo lenguas de fuego devoraban la estructura de madera. Algunos, con la intención de salvar a los posibles habitantes, intentaron entrar pero el fuego era ya demasiado intenso y se había extendido lo suficiente para poder acercarse lo suficiente. Unos gritos en el piso superior hicieron alzar los ojos. Una mujer chillaba aterrada. Tras ella se vislumbraba un hombre igualmente espantado. Una campana alertó a todo el mundo de la llegada de los bomberos, a los que rápidamente hicieron paso. Wendell, con una máscara de nerviosismo y terror, les advirtió de que su hermano –no su hermanastro-, su pobre hermano, debía de estar igualmente en el interior de ese infierno.

Los bomberos se pusieron a trabajar velozmente, la bomba de agua fue accionada por dos de ellos, otros extendían la manguera y un grupo de cuatro extendió y tensó una lona para que los sirvientes saltaran a la misma. Primero ella y luego él, consiguieron lanzarse a la seguridad del exterior y ser rescatados ante la algarabía general. Wendell los miró con cierta precaución; ellos le vieron pero no pareció que le acusaran de nada, lo hizo que el abogado soltara un sonoro suspiro. Una mano se puso en su hombro al tiempo que lo felicitaban. Si no hubiera sido por él, no se habrían salvado. Él rápidamente recuperó su papel de hermano temeroso y comenzó a preguntar si había noticias de Christopher. Quienes lo rodeaban primero se miraron entre ellos, luego a la casa y después intentaban no cruzar sus ojos con los del letrado. Este bajó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos, con la verdadera intención de que no vieran cómo una enorme sonrisa afloraba en sus labios. Era imposible que ese bastardo hubiera sobrevivido.

Un segundo coche contra incendios acudió al rato para impedir que el incendio se propagara a las casas cercanas. Durante cerca de dos horas lucharon con denuedo contra las llamas, aunque no albergaban esperanza alguna de encontrar con vida al Christopher. En efecto, cuando la casa fue lo suficientemente segura como para arriesgarse a entrar, un bombero penetró en ella para salir al poco con la mirada gacha y moviendo la cabeza. Wendell había logrado su victoria.

Tras dejar el periódico sobre la mesa, el abogado tomó su desayuno mientras pensaba en sus siguientes pasos. En cuanto su refrigerio, pondría en marcha los mecanismos necesarios para recuperar la herencia paterna y -¿por qué no?- para ver si podía adquirir parte de la empresa de su difunto y amadísimo medio hermano. Al fin y al cabo él era, a falta de alguna desagradable sorpresa, su pariente más cercano. Esperaba que no hubiera testamento de por medio, complicaría mucho su labor.

El día resultó fructuoso, vestido de negro y fingiendo pesadumbre consiguió asegurarse la ayuda de diversas autoridades de Arkham para recuperar lo legítimamente suyo. Él era una gran persona, ¿no había intentado salvar a su hermanastro? ¿No había alertado a los vecinos del peligro? En el registro civil comprobó que no existían parientes conocidos de Christopher por parte materna aunque debían consultar con Boston. Además, en el juzgado, recibió otra gran noticia al constatar que no había documento alguno que expresase la última voluntad del muerto. Todo iba a salir bien.

Un pequeño legado (XII)

(Para ver las partes anteriores entre otros relatos de los eones)

Ya era de noche cuando aparcó su coche en un callejuela con pocas ventanas cerca de la mansión de Christopher. El camino de vuelta le había servido para reflexionar. Quería acabar con su hermano pero ¿era realmente necesario matarlo? Quizá estuviera más que dispuesto a pagar por su secreto, quizá podría obligarle a arrastrarse como la alimaña que era. Sí, humillarlo y hundirlo. Y cuando le hubiera sacado todo lo que deseaba, haría pública su verdadera y macabra ocupación. Qué placer un juicio público con la prensa en primera fila. ¿Qué harían entonces sus secuaces? Esos grandes abogados, tan prepotentes y autosuficientes. Ellos también caerían.

Dio dos fuertes aldabonazos y esperó. Una cortina se entreabrió en un lateral de la planta y unos segundos más tarde Christopher abrió la puerta con rostro sorprendido y el reloj de bolsillo en la mano. Un gesto desconfiado cruzó su semblante al ver la sonrisa de depredador de Wendell quien, tras un escueto “hola”, le dijo que tenían que hablar de negocios muy delicados y añadió: “especialmente para ti”.

Si más comentarios se acomodaron en la misma sala en la que había hablado aquella lejana vez hace más de un año. La luz tenue y oscilante de una pequeña chimenea originó una danza de zarcillos de sombra que enmascaraban los gestos de los dos. Christopher, a pesar de haber sido interrumpido en su lectura y de sus sentimientos, o falta de ellos, hacia su hermanastro, estaba sumamente intrigado por esa visita nocturna y por el semblante triunfal de Wendell que decidió comportarse de manera educada y no expulsarlo. Cuando lo contrató en su momento, no lo hizo por arrepentimiento ni mucho menos por amor fraternal. Él era un hombre pragmático y sabía que su medio hermano era inteligente y que haría un buen trabajo, añadiendo además la necesidad de recuperar la estima del resto de la sociedad, lo que le impelía a un sobreesfuerzo. Lo cierto era que no se había equivocado. En consecuencia, merecía la molestia escucharle. Quizá pudiera obtener algún beneficio.

Ambos estaban sentados en la penumbra, frente a frente, en una mesa en la que reinaba una botella de cristal que contenía un güisqui añejo del que Christopher sirvió dos vasos. Su hermanastro permanecía en silencio, con una sonrisa esbozada en los labios. Tras un primer trago de la bebida ocre, el dueño de la casa arqueó interrogativamente las cejas, cediendo la acción a su invitado.

Wendell jugueteó unos instantes con el vaso mientras degustaba el momento, la dejó con suavidad en la mesa y fue directo al grano. Le exigió todo lo que le había robado, el legado de su padre, todo lo que le había usurpado y que le pertenecía por derecho legítimo. Él era el auténtico heredero y no un desgraciado bastardo, una mal parido con aires de grandeza. Le explicó cómo se lo iba a devolver. En qué fecha qué parte de la herencia.

Si le hubiera hecho caso… Si hubiera atendido a sus amenazas de hacerlo público, de avisar a la prensa e incluso a la policía sobre lo que había descubierto… No se habría visto obligado a hacer lo que hizo. Aunque, en le fondo, lo hizo con gusto.

Christopher había permanecido en silencio, escuchando atento todas las amenazas de su hermano. Ni siquiera le había interrumpido, limitándose a dar algún trago a su vaso de cuando en cuando. Su actitud cambió cuando llegaron las amenazas de airear sus actividades, su membresía, sino mandato, de aquella secta infecta que celebraba esos asquerosos ritos. En este momento se levantó y se acercó al fuego despacio, centrado en las llamas y cavilando. Wendell le espetó una última acusación: cómo se había atrevido a mancillar de esa forma la memoria de su padre. Su hermanastro le miró incrédulo durante unos segundos y luego estalló en carcajadas.

No hizo falta que dijera nada, el abogado comprendió que sus más íntimos temores, aquello a lo que se negaba responder, a pesar de las sospechas, era cierto. Su padre también formó parte en su momento de aquellos horripilantes ritos. Su progenitor era uno de ellos una de esas parodias de ser humano, que se reían de la sagrada creación. El mundo de Wendell se deshizo, estallo en millares de esquirlas que se clavaron en su alma. En todo su ser solo cupo la rabia hacia su familia, hacia su legado. Espoleado por la fuerza del odio, se alzó como un resorte de la silla y se abalanzó sobre su aborrecido hermanastro, empujándolo contra la lumbre. Este trastabilló, golpeándose la nuca contra la parte superior del hogar, cayendo sin sentido sobre el abogado.

Un pequeño legado (XI)

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Quedó con el ladrón al día siguiente, en el mismo restaurante para pagarle lo debido. Decidió darle un extra para posibilitar algún negocio futuro además de añadir motivos extra para atarle la lengua. El resto dependía de sí mismo. Al salir, se paró un momento a observar a los viandantes en busca de cierta cara en particular que no había vuelto a ver en las últimas noches. A pesar del frío y de los restos de humedad en la calle, la gente había salido con ropa elegante, incluso los bribonzuelos iban con chaqueta. Era domingo y él no había acudido a los servicios religiosos. A ver qué se le ocurría para disculparse con sus lenguaraces convecinos. Domingo. Eso significaba que la excursión de su hermanastro había sido nuevamente el viernes.

Durante los siguientes tres días, tras salir de la oficina, Wendell viajaba a la propiedad de su padre, usurpada por ese indeseable medio hermano. Aún recordaba parte de la construcción en la que solían pasar los fines de semana su padre y él. A medida que la visitaba, más recuerdos acudían a su memoria. En el establo, la sombra del viejo bayo en el que le encantaba montar mientras su padre ponía heno y que, con ayuda del mozo que cuidaba la pequeña finca, aireaba el lugar. Se preguntó qué habría sido de él. El mismo día en que su padre murió en la cama, desapareció. En el jardín aún yacía el tronco hueco de un roble, muerto y abrasado por un rayo hacía más de una década. Hubo mucha suerte de que no se incendiara la casa. Guardaba una copia de la llave, que no había entregado a Christopher, y la utilizó para entrar. La cerradura giró fácil, parecía que la habían engrasado hacía no demasiado. El interior estaba limpio, sin polvo y, por lo que recordaba, faltaba algún mueble. Asaltado por los recuerdos, tras esa primera ojeada al interior, prefirió no adelantarse mucho más de momento. Acudió en dos nuevas ocasiones y, cada día, avanzó un poco más en el examen de la casa, hasta que finalmente, el tercero, se atrevió a abrir la puerta del sótano.

Pensando en la revisión de esta parte de la casa, Wendell había traído una pequeño lámpara de petróleo. Tras encenderla bajó los escalones que crujían levemente. Al llegar al fondo barrió con su mirada la estancia. Bancos alineados en los laterales y unos cuatro pebeteros sobre sendos soportes con extraños labrados. Al fondo, ¿una mesa? Al acercarse comprobó que se trataba de un altar. A sus pies vio una palangana. Se agachó y vio varias manchas oscuras en el recipiente. A su mente vinieron las palabras del canónigo de la catedral: “hombres y mujeres, desnudos y salpicados de sangre, se repartían las vísceras de un joven al que habían destripado sobre una mesa”. Se fijó mejor y constató que en el borde del ara aparecían algunos rastros del mismo color oscuro. Era cierto, el desgraciado de su hermanastro seguía con las horribles celebraciones heredadas de su mil veces maldita progenitora.

Un primer impulso fue el de quemar todo, reducir a cenizas y escombros ese lugar ultrajado y violado. Lanzar la lámpara con fuerza y que estallara encendiendo un fuego purificador que limpiara el recinto de las muertes y sacrificios humanos que sin duda allí se habían cometido. Sin embargo, Wendell consiguió reprimir esta idea y con una fría rabia salió de la casa y para volver a Arkham, dispuesto a enfrentarse cara a cara a su hermanastro.

Un pequeño legado (X)

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La posterior comida con Cutter tuvo lugar en un pequeño restaurante desde el que Wendell podía examinar toda la calle por si aparecía alguien sospechoso. Además, desde la mesa elegida controlaba quién entraba y salía del local. No se fiaba de nadie. En consecuencia, para evitar oídos indiscretos, había redactado un pequeño documento con toda la información necesaria para su nuevo “amigo”. Cuando este llegó, estuvieron un rato charlando de cosas intrascendentes. En medio de la plática, el letrado le pasó con disimulo un sobre. En él, además de las instrucciones precisas de lo que tenía que hacer, para asegurarse la discreción necesaria, había incluido cincuenta dólares junto a una nota que indicaba que habría otros cincuenta si obtenía la información que le solicitaba. Tras la comida, Wendell le dio una tarjeta con el nombre de un hotelucho cercano donde Cutter podía instalarse a gastos pagados. Eso sí, solo cama y comida. Nada más.

Esa noche, antes de dormir, Wendell tomó la medicación prescrita, seguro de su utilidad. Sin embargo, las pesadillas se sucedieron aunque ahora los entes se encontraban en la lejanía y él no parecía sino un ser ajeno a ellas, como un objeto más que examinaban en su periplo pero que, al parecer, no revestía una excesiva importancia en comparación con el resto del extraño paisaje. Así, pudo por primera vez en varias noches, aprovechar las horas de sueño para descansar.

Los siguientes días se sucedieron sin grandes novedades. Cutter informaba a diario de las pesquisas realizadas la noche anterior. Por ahora no había nada extraño en el comportamiento de Christopher, quien salía en pocas ocasiones de su mansión pero en ningún momento dejaba Arkham. Nadie le había visitado en cuatro días ni él había acudido a la residencia de nadie. Desconocía si esas reuniones se producían por teléfono o si en las ocasiones en las que había acudido a su despacho había recibido allí a alguien.

Tras el último mensaje, Wendell comenzó a plantearse si todo no había sido más que una ilusión creada por el febril deseo de acabar con ese bastardo y si debía tomar otro curso de acción. Tal vez ofrecer al propio Cutter pasar de ser “Manos de plata” a ser “manos de sangre”. Una nube de noviembre comenzó a descargar de súbito su furia en el exterior, cortando sus pensamientos y se dirigió a la cocina a decirle a Mildred que le preparara un caldo caliente. La tormenta amainó y fue sustituida por una fina y persistente lluvia que duró toda la noche, en la que el abogado tuvo un sueño pesado, con la nueva visita de esas criaturas, desvanecidas tras un breve despertar cerca de la medianoche.

La lluvia trajo un regalo para Wendell: una llamada de su informante le anunció una escapada nocturna por la misma carretera que le había señalado en las notas iniciales. No solo eso sino que, gracias al barro y al asfalto húmedo, había conseguido seguir las huellas del vehículo. El premio final llegó cuando Cutter le dijo el destino del coche, si es que no había confundido en algún punto el rastro. Cuando el letrado lo oyó supo que no había error. Debería haberlo imaginado, ¿cómo había sido tan estúpido? La descripción del lugar lo dejaba claro. El caserón de su difunto padre.

Un pequeño legado (IX)

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Despertó empapado en sudor y jadeando. Se levantó y se dirigió a la cocina, en la planta baja, para tomar un poco de agua. Tomó un vaso y, al girarse, le pareció ver por un instante un rostro a través de la ventana. Era el mismo que había visto en Boston; o eso creyó. Al fijarse bien, la cara había desaparecido entre los árboles a los que daba la parte trasera de la casa. Tras unos segundos, al no aparecer de nuevo, apartó la vista y se cercioró de que todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas. Corrió todas las cortinas que estaban abiertas y con cierta inquietud se dirigió a su dormitorio, olvidada la sed junto al vaso vacío sobre una mesa de la cocina.

Le costó mucho conciliar el sueño y sólo pudo dormir un par de horas. Las pesadillas le dejaron tranquilo durante las escasas horas de sueño. El despertar le acompañó con un fuerte dolor de cabeza. Un baño le relajó y le permitió centrarse en lo que creía real. Alguien le estuvo espiando, sin duda alguien de su hermanastro. Tenía dos opciones, ser más cuidadoso e intentar despistarlo o una acusación frontal. Descartó estaques no disponía de las suficientes pruebas de la actividades de Christopher y una acusación semejante fácilmente podría volverse en su contra. Debía encontrar la manera de seguir con sus indagaciones… o encontrar a alguien que las hiciera por él. Un nombre acudió a su mente: Efraim Cutter. “Manos de plata” Cutter. Le había librado de una severa condena gracias a un defecto de forma en la acusación aunque Wendell sabía perfectamente que era culpable de los robos de los que se le acusaba “Todo el mundo tiene derecho a un juicio justo”. Le encantaba esa frase.

Una llamada a Boston sirvió para concertar una cita al día siguiente en un restaurante de Arkham. Le costó un poco convencerle pero una velada amenaza sobre recuperar ciertas pruebas de cara a un nuevo proceso disipó toda reticencia de Cutter a aceptar la petición del abogado. Había gente que no entendía el concepto de devolver un favor. El resto de la jornada lo dedicó a su trabajo en la oficina, a base de café y azúcar. Volvió extremadamente cansado a su residencia y ni siquiera cenó antes de acostarse.

Las pesadillas volvieron. Fueron breves al despertar Wendell antes de que esos seres le tocasen. Estaban más cerca, eran más detallados y su olor era más penetrante. Un aroma pútrido, una esencia muy antigua, descompuesta e incisiva. Se levantó y dirigió al baño para refrescarse un poco. Quizá demasiado café y azúcar habían exagerado los sueños intranquilos de las noches anteriores. Al día siguiente acudiría al médico para que le recetara algo que le permitiera dormir y descansar. Antes de volver a la cama, se asomó discretamente por varias de las ventanas del piso superior pero no le pareció ver a nadie. Supuso que había espantado al espía de su hermano. O que este era más cuidadoso.

El resto de la noche pudo dormir sin que esos extraños sueños le asaltaran. Parecía que sólo los tenía durante su primer descanso. Así se lo indicó al doctor, quien le recibió esa misma mañana. Tras una serie de preguntas en las que no descubrieron otros síntomas, el galeno preparó en la parte trasera de su consultorio un tranquilizante indicándole que lo tomara una hora antes de acostarse.

Un pequeño legado (VIII)

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Junto al nombre, la luz de la consciencia volvió a los ojos del canónigo. Murmuró una torpe disculpa y se enderezó en su asiento. Wendell no supo cómo reaccionar y un incómodo silencio se instaló en el despacho. La entrada del coadjutor rompió la quietud. Una visita, dijo, de cierta dama bostoniano, la cual, al parecer, ya había intentado hablar con el sacerdote y, a juzgar por el gesto mezcla de desagrado y hastío acompañado por un bufido, este había hecho lo posible por evitarlo. Se levantó disculpándose ante el joven por la necesidad de atender a aquella insistente dama además de por su comportamiento durante la entrevista. Wendell, en cambio, contestó que en modo alguno se sentía ofendido o simplemente molesto y que le agradecía que le hubiera hecho partícipe de esa terrible historia. Añadió, luciendo la mejor de sus sonrisas, que eso no tenía por qué enturbiar la cordial relación que mantenía con Christopher pues, al fin y al cabo, nadie es responsable de los pecados de sus padres. Él cuidaría de su hermanastro y lo vigilaría de cerca. Muy de cerca.

El canónigo le agradeció su devoción fraterna y le aseguró que rezaría para que cumpliera sus objetivos.

- No olvide hacerlo padre. Por favor.

Wendell abandonó la catedral y se encaminó a un restaurante cercano a la estación de tren. Era poco más de mediodía y un primer conato de hambre se presentó en su estómago, espoleado por la satisfactoria información obtenida. La imagen empezaba a volverse nítida; si bien era cierto que hasta entonces solo jugaba con hipótesis y conjeturas, también era cierto que todas apuntaban en la misma dirección. La excursión nocturna junto a sus secuaces, ese libro tan extraño, el macabro e impío grupo al que pertenecía su madrastra... De nuevo, otra sospecha se cruzó en su mente. ¿Acaso su padre, por cuyo recuerdo y legado estaba dispuesto a bajar al abismo de los asesinos, sabía lo de esa... esa secta? Más aún, ¿era parte de ella? Se paró en medio de la calle atenazado por esa terrible idea, se llevó las manos a la cara y, al finalizar este gesto, le pareció ver en una esquina una cara conocida. Le sonaba de Arkham. Rápidamente recuperó el aplomo y dirigió sus pasos hacia allí. Al verlo la figura se escabulló entre la gente. Wendell intentó seguirlo pero pronto vio la futilidad de su pretensión, de modo que cesó en su búsqueda y se encaminó a la estación para tomar el rápido de las cuatro, convertido su cerebro en un remolino de atribulaciones y perdida el hambre inicial.

Ya de vuelta a su hogar, Wendell no consiguió centrarse en su trabajo y necesitó dar un paseo por un bosquecillo cercano para lograr calmarse y decidir qué hacer a continuación. Era fundamental que confirmara sus sospechas. No podía acabar con su hermanastro sin más pues aunque su pantomima había surtido efecto y ahora muchos de los que, tras el juicio, sólo hablaban con ese malnacido, ahora nuevamente le saludaban e incluso charlaban amistosamente con él aunque sabía que mientras no se librara de Christopher, llevaría ese estigma del perdedor bien a la vista de todo el mundo por mucho que intentara evitarlo. Daba igual si intentaba mantener su nombre fuera de la conversación o si lo mencionaba fingiendo una indiferencia. Debía destruirlo. Acabar con él. Aunque tal vez eso no significara necesariamente matarlo. Sabía que esa Emma pertenecía a ese grupo de monstruos, se temía que su padre también tuviera algo que ver, lo más seguro por influjo de esa mujer, su hermanastro guardaba a buen recaudo ese extraño y terrible libro... Pensó en la noche de viernes en la que había allanado la casa de su hermano, se había alegrado de verle marchar pero desconocía a dónde había ido. Puede que a una fiesta pero ese bastardo no tenía ninguna fama de juerguista, además no tendría sentido que hubieran vuelto tan pronto. Tenía que ser otra cosa y si sus sospechas eran ciertas podía sacar gran beneficio. Tenía que seguirle y averiguar si había heredado los impíos y escalofriantes hábitos de su madre.

Esta idea le reconfortó y volvió a su morada a planificar con más detalle el curso de acción. Necesitaba averiguar si la salida nocturna de su hermanastro se producía de manera habitual, en fechas concretas o era algo esporádico. En este último caso sus ideas se desbaratarían y dependería únicamente del azar de modo que se centró en las otras. Era obligatorio acostumbrarse al camino de salida del pueblo, conocer cada bache y cada curva porque, si quería seguir el coche de su hermanastro, tendría que conducir con la mínima luz o incluso a oscuras por lo que era necesario reducir todos los riesgos posibles.

Esa noche volvieron las pesadillas. Nuevamente fue acosado por seres informes y tentaculares que trataban de beber su ánima, de alimentarse de su esencia vital. Nuevamente esos ojos ciegos que habían contemplado eones oscuros le examinaban y su pútrido olor envolvía el entorno. Eran reales en ese mundo onírico que nos separa del caos de la inexistencia. Su piel allí desarrollaba toda su capacidad sensitiva y el pánico se convertía en algo tangible. Formas bulbosas destilaban un color que al tiempo era una miríada calidoscópica. Nuevamente los sueños de muerte. Pero ahora los sentía más cercanos a la vigilia.

Un pequeño legado (VII)

Dos días más tarde se encontraba en la sacristía de la catedral de la Santa Cruz, frente al canónigo Richard O., un hombre cercano a los setenta años, de aspecto algo rechoncho y vestido con una sotana negra impoluta. Wendell, jugando nuevamente la baza del hombre arrepentido, se presentó como el hermano humilde que quiere redimir su avaricia para lo que buscaba algo sumamente especial para su medio hermano. Le contó al religioso que tal vez algo relacionado con su madre podría ser eso especial que necesitaba para congraciarse. El sacerdote se mostró inicialmente encantado de ayudarle. Inicialmente. Tras ordenar a un coadjutor que buscara la partida de nacimiento de Christopher y que se la trajera, al leer el nombre de la madre, su rostro tornó sombrío y macilento. Una mirada inquisitiva no obtuvo respuesta en su visitante más allá de un gesto de incomprensión. Wendell no entendía el motivo de ese rostro interrogante y le invadió una sensación de inquietud y extrañeza. Tras unos segundos de silencio, el canónigo cerró la carpeta, se acomodó en su sillón y con voz tranquila le dijo a su ayudante que abandonara la sacristía. Una vez solos, preguntó a su visitante qué sabía sobre la madre de su hermanastro. La extrañeza de Wendell aumentó y titubeó al decir que no sabía nada, ni siquiera cómo había conocido a su padre. El religioso lo contempló con seriedad, mientras se mordía el labio inferior, dudando si revelar la verdad al joven. Finalmente inspiró y se decidió a continuar.

Emma P. no había recibido un entierro cristiano. Se había demostrado su participación en actos de brujería y adoración al demonio. Lo más terrible fue el ritual en sí que el propio sacerdote había contemplado cuando acudió junto a la policía a una mansión alertados por un inculto criado negro, asustado por los sonidos terribles que se oían desde la casa en la que se vivían, al otro lado los terrenos de un reputado hombre de Massachussets. A él le habían llamado por sus conocimientos de medicina, al estar el médico del pueblo de viaje. Al acercarse a la residencia, oyeron un grito agónico y un histérico canto que envolvía el lugar. Entró precedido por la policía. En el salón principal estaba sucediendo una escena dantesca: una docena de hombres y mujeres, desnudos y salpicados de sangre, se repartían las vísceras de un joven al que habían destripado sobre una mesa. Uno de los policías no pudo soportar la visión y perdió los nervios; comenzó a disparar sin un objetivo concreto. Los cánticos, que habían cesado al entrar los agentes y el sacerdote, trocaron en gritos de pánico. Parte de los oficiantes de esa terrible ceremonia se abalanzaron sobre los llegados, lo que obligó al resto de policías a abrir fuego. La masacre apareció en varios periódicos pero, al ser el dueño de la mansión un importante miembro de la comunidad, pronto se tapó el asunto. A pesar del horrible acto que se estaba cometiendo, el padre Richard O. hizo lo que cristianamente debía y logró salvar la vida a dos de los presentes, si bien fueron posteriormente juzgados y condenados a la horca. Ninguno de los participantes en esa macabra e impía celebración recibió un entierro cristiano ni sus cuerpos se hallan en camposanto alguno sino que los sepultaron en una fosa común donde antiguamente se enterraba a enfermos de tisis y otros apestados.

Tras la narración del cura, Wendell reflexionó durante unos instantes y preguntó al canónigo si recordaba qué era los que cantaba esa gente. Procuró darle a la pregunta un tono de mera curiosidad morbosa, sin mostrar el real interés que le suponía. Su interlocutor, sumido en su memoria no consideró la pregunta fuera de lugar y le contestó que, si bien no le venían a la cabeza las palabras exactas, si recodaba que decían algo en latín y que había algo que repetían, no sabría decir si como nombre o como calificativo de alguien: el Innombrable.

Un pequeño legado (VI)

Unos golpes en la puerta le despertaron. No sabía cuánto había dormido pero no había servido para descansar pues las horas de sueño habían sido horas de tormento. En su mente, imágenes destructoras se agolpaban como racimos de desesperanza. Eran ataques devastadores a la propia existencia de la vida. Entidades amorfas le abrazaban como amantes, ansiosas por absorber su alma y devorar su cuerpo. Entre los velos de su memoria dientes mellados desgarraban carne y ojos etéreos y sin pupila escrutaban su espíritu agonizante. Un escalofrío le hizo encogerse mientras se incorporaba. Nuevos golpes en la puerta retumbaron en su cerebro como un gong titánico que le hizo apretarse las sienes. Finalmente consiguió emerger del foso en el que se hallaba y centrar su atención en la realidad más allá de la breve muerte que es el sueño. Con un ahogado “¿quién es?” respondió a la llamada. Su ama de llaves le comunicó que se acercaba la hora de la comida. Wendell calculó entonces que había estado durmiendo más de diez horas.

Tras bañarse, cambiarse la ropa y comer, fue a su estudio a decidir qué hacer a continuación tras su descubrimiento de la noche. Le costaba concentrarse por la falta de descanso y los recuerdos aciagos de sus sueños pero, ante todo, por temor a que bien su hermano o la policía se presentaran en su casa por el allanamiento de la noche anterior. Aun así, llegó a la conclusión de que necesitaba más información. Lo descubierto en el libro había resultado devastador. Las sangrientas descripciones aún le hacían temblar. Sin embargo, no sabía a qué atenerse, por lo que era perentorio encontrar más datos para definir el curso de acción más adecuado. Christopher, su hermanastro. Realmente qué sabía de él. Compartían un padre pero ¿quién era su madre? Sí, ese sería un buen comienzo. En ese momento tan solo sabía que era oriundo de Boston y, tras reconocerlo su padre de manera pública, habría sido necesario hacer algún tipo de anotación en su partida de nacimiento. No iba a resultarle especialmente difícil localizar el nombre de esa zorra que sedujo a su progenitor. Por lo que recordaba de las veces que había hablado con ese desgraciado con el que compartía media sangre, había nacido en una clínica en Boston y, teniendo en cuenta las creencias católicas de su familia y su posición social, seguro que en los registros de la catedral podía encontrar algo. Si no funcionara podía intentarlo en el Registro Civil, aunque la burocracia retrasaría su búsqueda.

Tras una buena comida y un buen baño, durante los que no recibió ninguna visita de las autoridades, arregló algún pequeño asunto urgente de su trabajo y ordenó que le prepararan el equipaje para desplazarse a Boston. Había visto un par de veces al canónigo principal, era un hombre bastante precavido por lo que tendría que convencerle. Afortunadamente aún tenía los recursos principales para abrir la mayoría de las puertas: la palabra y la moneda. Si no conseguía convencerle, intentaría sobornarle. Llamó a un hotel e hizo una reserva.

Un pequeño legado (V)





Wendell se dirigió hacia la fuente del ruido en los anaqueles existentes tras la ornada mesa de trabajo. Empezó mover diferentes volúmenes sin resultado hasta que se fijó en un grupo de ellos. Era una reproducción bastante fidedigna de la Enciclopedia de Diderot y Dalambert. Con seguridad asió el volumen que contenía los comentarios sobre Egipto y lo sacó. Un hueco en la pared quedó al descubierto, en su interior se adivinaba una forma: un libro. Una extraña sensación le hizo estremecerse. Su dormido instinto tomó momentáneamente el control y le hizo dar un paso atrás. Sin embargo, la lógica moderna se impuso a la sabiduría ancestral y, en lugar de abandonar el lugar y salir huyendo, avanzó y acercó su mano hasta tomar el ejemplar. Sin motivo racional un ligero temblor sacudía sus brazos mientras avanzaba paso a paso hacia la ventana para que la tenue luz nocturna arrojara sentido a su temor. Al tacto las tapas parecían de piel, una piel negra y antigua. Sus dedos acariciaron unas letras repujadas de bordes agudos. Al incidir la claridad lunar sobre estas, pudo leer un nombre escrito en latín con caracteres góticos: Innominandum. El Innombrable.

Abrió el libro y lo hojeó. Parte del mismo estaba escrito en latín y parte, supuso por la caligrafía, en árabe. Debido a su educación conocía la lengua clásica romana, no así la otra. Leyó algunos párrafos y su rostro se demudó. Era un texto terrible, en el que se hablaba de sacrificios y antiguos rituales. Detallaba el uso de las vísceras extirpadas a seres humanos vivos. Vivos. Además de las descripciones de esos impíos actos, también había ciertos relatos de la búsqueda infructuosa de algún extraño objeto en el interior de África. Al momento lo relacionó con lo que le había contado su hermanastro y con algo más que no había reconsiderado hasta ese instante: el libro pertenecía a su padre y, junto a esto, le vino a la memoria como un destello una pequeña figurita que le había regalado cuando él era niño. Se trataba de un elefante tallado en ónice que le trajo del interior del continente africano. ¡Su padre también había estado en esas tierras!

En medio del silencio sepulcral de la noche, un ruido lejano le sacó de su ensimismamiento. Era un coche. Wendell cerró el libro y rápidamente lo guardó en su escondite, poniendo después en su lugar el volumen de la Enciclopedia que lo cubría. Acto seguido, colocó en su posición original la sujeción del globo, a la que acompañó un nuevo ruido, y se dirigió a la cocina, donde estaba la puerta trasera por la que había entrado, deteniéndose un instante en el umbral de la sala para comprobar que todo lo había dejado tal y como estaba inicialmente. Si bien con dudas por la penumbra en la que se hallaba, pensó que todo estaba en su sitio y se encaminó veloz a la salida. Le hubiera gustado tener tiempo para retirar los cristales pero no podía entretenerse un segundo. Miró por las ventanas sobre el horno y se aseguró de que el automóvil aún no había entrado por le camino trasero. Salió, cerró la puerta y corrió hacia unos arbustos cercanos. Cerca de un frenético minuto después unos faros iluminaron el área. El coche se estacionó y del mismo bajó Christopher. Cuando iba a entrar observó el cristal roto. Gritó dos nombres, el primero, tal y como Wendell había supuesto, fue el de Howards. El otro no lo conocía: Spencer. Este último salió del asiento del conductor con un arma en la mano. Los tres hombres entraron en la casa, momento que aprovechó el intruso para escapar, yendo de un árbol a otro, de un arbusto a otro, hasta que pudo refugiarse al amparo de un edificio desde el que se encaminó a su casa. Llegó jadeando y tras subir las escaleras y entrar en su cuarto, se desplomó sobre su cama y durmió hasta el día siguiente sin ni siquiera quitarse la ropa.

Un pequeño legado (IV)




La medianoche de un viernes de noviembre se encaminó hacia casa de Christopher con la intención de registrar su despacho en busca de algún documento que le permitiera encauzar sus sospechas hacia un objetivo concreto. En varias ocasiones había merodeado durantes las horas de oscuridad por los alrededores con la intención de comprobar si existía algún tipo de actividad. A diferencia de aquellas, esta resultó diferente. Mientras estaba agazapado tras unos arbustos vio unas luces en la carretera acercándose. Pertenecían a un coche que se detuvo en la parte trasera de la mansión donde vivía su hermanastro. Un hombre de aspecto robusto con sombrero bajó del asiento del copiloto y se dirigió a la puerta de servicio, la golpeó suavemente y tras unos instantes, salió un hombre. A pesar de mantener el rostro oculto, Wendell supo con seguridad que se trataba de su hermano, pues la figura portaba un bastón con empuñadura de plata y nácar que relució bajo la luz argéntea de la noche sin nubes y que delató la identidad de su embozado portador. La persona que había salido del automóvil también le resultó familiar pero al no poder percibirla con claridad no logró asociarla a un rostro concreto. Este abrió la puerta de los asientos traseros a su hermanastro, quien entró rápidamente, tras lo cual retomó su asiento junto al conductor.

Wendell observó desde las sombras cómo el coche se alejaba del pueblo por la carretera que llevaba a Boston. Cuando el resplandor mortecino de los faros se perdió en la lejanía, prestó nuevamente atención a los alrededores de la casa por si el ruido del motor había despertado a alguien. Tras esperar un par de minutos en completo silencio le pareció estar seguro de que nadie había sido alertado. Se puso un par de guantes finos de algodón como los que usaban en los hospitales y se dirigió con cuidado hacia la misma puerta por la que había salido su hermanastro. Sabía que en la casa no había nadie pues esa era la noche libre del mayordomo y de su mujer, quienes habitualmente permanecían en una habitación de la planta superior, y que los viernes solían dirigirse al otro extremo del pueblo a pasar la noche con la madre de ella. Con un codazo rompió uno de los pequeños cristales de la entrada trasera para, acto seguido, agazaparse en una zona oscura. Al no percibir ningún ruido ni dentro de la casa ni en la calle, se aproximó a la puerta y quitó el pestillo para entrar.

No sabía de cuánto tiempo disponía de modo que se dirigió directamente al despacho de su hermano. Al no atreverse a encender el quinqué por temor a ser descubierto, con tensa parsimonia descorrió la cortina lateral para que, una vez más, la luna le otorgase la suficiente, aunque tenue, luz como para poder colegir lo escrito en los documentos personales de Christopher.

Metódicamente revisó una carpeta tras otra. En una libreta que había llevado fue apuntando nombres que se repetían en varias ocasiones. Un dietario con tapas de piel en cuya portada había grabado un extraño diseño geométrico fue un regalo al ofrecerle nombres que no había visto entre diversos albaranes, certificados y otros pliegos comerciales. Uno de esos nombres le hizo reaccionar: Howards, el abogado. ¡Era él! La persona que había salido del automóvil. ¿Qué estaba sucediendo? Tan extraña reunión a medianoche sin duda debía ocultar algo que podría servirle para desprestigiar, con suerte hundir, a su medio hermano.

Enfrascado en estos pensamientos de venganza, se apoyó distraídamente en el vértice de la sujeción de un enorme globo terráqueo. La punta se deslizó y un crujido sordo rompió el silencio monótono que cubría la mansión.
 
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