Un primer encuentro

La traducción del texto sobre las extrañas relaciones entre Jesús y Cthulhu ha desembocado en una larga serie de acontecimientos extraños que no puedo dejar de comentar aquí.

Pocas horas después de la publicación de la entrada en el blog, llegó a mi correo un mensaje con tono críptico de un lector de nuestra página, que se declaraba asiduo seguidor de los contenidos. Hasta ahí lo único raro es que dicho mensaje hubiera aparecido no en la dirección de miskatonic.es en gmail, que es nuestro correo común y el que aparece en internet, sino en mi buzón personal, al cual pocas personas tienen acceso.

Dicho lector, quien se presentaba como Walter, aseguraba haberse sentido muy interesado por el ensayo que relacionaba al más conocido de los dioses lovecraftianos con el judío de Galilea:

"No se de ese texto pero puedo darte uno otro (sic) con mas informacion en relaciones actuales de cultos de cthulhu y de la religion cristiana. Es malo que no puede viajar a tu ciudad..."

El mail, bastante corto y escrito con la dudosa ortografía y sintaxis de quien no domina el idioma, pedía una respuesta rápida. Así lo hice, requiriendo educadamente más detalles sobre la persona y sus alusiones, y de nuevo recibí una contestación en menos de media hora. Walter me aseguraba que había encontrado un escrito en donde se relacionaban una serie de templos católicos con ciertas sectas de un dios pagano y tentacular procedente del mar, pero una gran parte del contenido venía en español, y él no sabía traducirlo entero. En un nuevo correo le pedí alguna imagen del texto, para satisfacer mi curiosidad y sabiendo que cualquier imagen me podía servir para ampliar la entrada del blog. No obstante, Walter me respondió diciendo que no tenía ninguno de esos aparatos, que usaba internet desde una biblioteca pública, y que no estaba familiarizado con la tecnología. La única manera de ver el documento era encontrándome con él. En París.

La fortuna me ayudó. En esos momentos estaba en línea un amigo francés que había puesto a mi disposición su casa en París en varias ocasiones. En pocos minutos había encontrado también un vuelo de bajo coste que me permitía permanecer una semana allí. Más que suficiente para satisfacer las curiosidades turísticas, saludar a viejos conocidos, y de paso tener una cita con el misterioso Walter que me había proporcionado la excusa perfecta para viajar a Francia.

Cuando le informé de todo esto a mi corresponsal, pareció muy entusiasmado. Fijamos una cita para la tarde de mi llegada, junto al obelisco de Champs Elysees, en la Plaza de la Concordia. Mientras llegaba, saqué la Nikon para observar la maravilla egipcia que compraron los franceses en tiempos de Napoleón.


Al rato llegó Walter. Tenía unos sesenta años, iba vestido con una chaqueta verde y un pantalón azul, tal y como me había descrito en el correo. Llevaba lentes para protegerse del sol y cargaba una carpeta. La comunicación fue difícil. Mi francés era aún más escaso que su español, y eran pocos los agujeros que podíamos remendar usando el inglés. Caminamos, charlando de forma intrascendente, mientras yo tomaba fotos de turista. Él parecía reacio a las imágenes, pero en un descuido suyo saqué una panorámica del lugar, donde apareció su rostro:


Me contó que estaba retirado, que había trabajado en un archivo del gobierno durante casi toda su vida (no logré entender de qué oficina se trataba), y no había tenido hijos. No le había interesado mucho internet hasta hace unos meses, cuando le ocurrió algo inusual.

Su padre, me dijo sin reparos, había trabajado con los nazis durante la ocupación, acomodándolos en casas lujosas de ricos franceses que habían huído ante la amenaza alemana. Como hombre de pocos escrúpulos, el padre de Walter se había guardado algunos souvenirs de aquellas casas, pequeños objetos que parecían de valor, y que podían ocultarse fácilmente en una mochila o dentro de la chaqueta. Walter recordaba su infancia como hijo único en un apartamento al sur de Belleville más bien precario, pero lleno de maravillosos objetos de arte: pequeños óleos con marcos adornadísimos, relojes dorados con incrustaciones, cubiertos de plata y estatuillas de todos los tipos. Yo me imaginaba una colección digna de las habitaciones de Versalles escondida en una buhardilla húmeda y estrecha.

Lo malo fue que tras la llegada de los aliados, el padre de Walter, mayordomo de clase alta, cayó en la deshonra por haber servido a los nazis y no pudo conseguir más que trabajos mal pagados en la hostelería. Alejado de sus amigos, y marcado por haber elegido el bando equivocado, fue cayendo poco a poco en la bebida hasta que murió. Su madre cayó enferma, y el único sustento de la familia durante años fue gracias a la venta de los preciados objetos robados por el padre. Con el transcurrir de los años, el botín desapareció, salvo una figura de unos cincuenta centímetros, de bronce negro con base de madera de ébano, que representaba un hombre desnudo pero sin rostro. Al parecer, la estatuilla le gustaba a Walter, y se negó a desprenderse de ella. La tuvo en casa durante años, después de la muerte de su madre, y luego ya no tuvo necesidad de venderla. La tenía en una repisa del piso en Belleville, y cada mes le daba una limpieza para que no perdiera valor. Sin embargo, quiso la mala fortuna que por primera vez la estatua se resbalara de sus manos, y cayera al suelo, desprendiéndose de su base. Fue gracias a eso que Walter encontró un rollo de papeles escondido en una cavidad de la figura, entre el bronce y la madera. La mayor parte de los documentos estaba en español y tenía numerosos versos en una lengua desconocida. Además, venía una lista de iglesias y catedrales en Francia, escrita en francés, y con varios nombres tachados.

Intrigado por el documento, Walter se dedicó a consultar en las bibliotecas conocidas, sin encontrar mayor información. Alguien le sugirió que usara internet, y gracias a eso había dado con nuestra página a través de Google. Esa era la historia que en ese momento nos unía, por lo menos según su relato. Le pregunté si conocía el origen de la estatuilla, y me dijo que era una pieza valiosa, creada por Henri Désiré Gauquié, un importante artista del siglo XIX. Al parecer, la estatua había sido fundida en el taller de un artesano español muy conocido en la época, y que era el favorito de Gauquié. La escultura tenía un número romano en la base, el IV.

Impaciente, yo no dejaba de preguntarle por los documentos, pero Walter estaba inmerso en la historia. Sin darme cuenta, me había llevado a orillas del Sena, y ya habíamos llegado hasta el puente Alexandre III, esa mole de hierro profusamente embellecida. No era una casualidad, me había traído hasta aquí con un propósito.

— ¿Sabe quién fabricó estas estatuas? — me preguntó, alzando la voz. — El mismo escultor, Henri Désiré Gauquié. Mire la firma. Hechas en el taller del español. Y mire aquí el número, — dijo Walter, sacando un espejito.

Efectivamente, en un fragmento escondido de la estatua, visible sólo con el espejo y mirando hacia la parte de la figura que da al Sena, estaban los números VIII y IX. En las fotos se pueden apreciar las dos figuras y la firma, mas no pude captar con claridad el fragmento de la numeración romana.



Tal vez por el viaje, tal vez por la confusión idiomática, tal vez por lo absurdo de la situación, yo no entendía muy bien lo que me estaba insinuando Walter. Y mi cara lo reflejaba. Así que él me lo dejó bien claro: si en la estatua de bronce con el número cuatro había documentos escondidos escritos en castellano, tal vez eso significaba que alguien en el taller del español, donde se fabricaron las estatuas de Gauquié, los había puesto allí. Y podían existir más documentos (u otras cosas) escondidos en el resto de estatuas numeradas. Fácil, pensé: basta con poner una pequeña bomba en este puente para que caigan las moles de bronce y así podremos ver su contenido. Juego de niños.

Cansado ya, y sin acabar de compartir el entusiasmo de Walter, le pregunté de nuevo por los documentos.

— No los traigo. Primero tenía que conocerlo. Mañana nos veremos en mi casa.

Me dejó su número, el mismo apartamento donde había vivido toda su vida, me dijo. Y yo me fui a cenar con unos amigos, para descansar de tanto turismo y encuentros extraños. Al día siguiente, tomé el metro para conocer Belleville, ese barrio de París que como muchos otros, fue una villa hasta que el crecimiento la absorbió. Una salida del metro daba cerca de la calle indicada. Pero no pude creerlo cuando vi que en el número indicado había... ¡un lote vacío, lleno de escombros!

Me había dejado engañar como un idiota. Con mi escasísimo francés, preguntando en las tiendas cercanas, supe que el edificio en cuestión lo habían demolido por ruina y estaban a punto de construir uno nuevo. Y, por supuesto, nadie conocía al hombre de la foto. Por lo menos no me han estafado, me dije para mis adentros, dispuesto a aprovechar el viaje para — por lo menos — conocer esa parte de París.

Sin embargo, otros acontecimientos me iban a demostrar que algo raro estaba pasando...

3 lectores en Miskatonic:

  1. Mabelode dijo...:

    Buen inicio para una campaña, estoy intrigado para ver como la sigues.

  1. Anónimo dijo...:

    Tengo un kilo de goma-2 en casa, cuando quieras volamos el puente.

  1. Camilo dijo...:

    Se agradece el ofrecimiento, pero mentes con más sentido común me han alertado del peligro que supondría hacer explotar el puente... pues podríamos destruir lo que hubiera dentro de las estatuas. En todo caso, intentaré explicar en una siguiente entrada porqué esto de los explosivos puede no ser necesario, e incluso ser contraproducente de varias formas.

 
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