Un pequeño legado (XII)

(Para ver las partes anteriores entre otros relatos de los eones)

Ya era de noche cuando aparcó su coche en un callejuela con pocas ventanas cerca de la mansión de Christopher. El camino de vuelta le había servido para reflexionar. Quería acabar con su hermano pero ¿era realmente necesario matarlo? Quizá estuviera más que dispuesto a pagar por su secreto, quizá podría obligarle a arrastrarse como la alimaña que era. Sí, humillarlo y hundirlo. Y cuando le hubiera sacado todo lo que deseaba, haría pública su verdadera y macabra ocupación. Qué placer un juicio público con la prensa en primera fila. ¿Qué harían entonces sus secuaces? Esos grandes abogados, tan prepotentes y autosuficientes. Ellos también caerían.

Dio dos fuertes aldabonazos y esperó. Una cortina se entreabrió en un lateral de la planta y unos segundos más tarde Christopher abrió la puerta con rostro sorprendido y el reloj de bolsillo en la mano. Un gesto desconfiado cruzó su semblante al ver la sonrisa de depredador de Wendell quien, tras un escueto “hola”, le dijo que tenían que hablar de negocios muy delicados y añadió: “especialmente para ti”.

Si más comentarios se acomodaron en la misma sala en la que había hablado aquella lejana vez hace más de un año. La luz tenue y oscilante de una pequeña chimenea originó una danza de zarcillos de sombra que enmascaraban los gestos de los dos. Christopher, a pesar de haber sido interrumpido en su lectura y de sus sentimientos, o falta de ellos, hacia su hermanastro, estaba sumamente intrigado por esa visita nocturna y por el semblante triunfal de Wendell que decidió comportarse de manera educada y no expulsarlo. Cuando lo contrató en su momento, no lo hizo por arrepentimiento ni mucho menos por amor fraternal. Él era un hombre pragmático y sabía que su medio hermano era inteligente y que haría un buen trabajo, añadiendo además la necesidad de recuperar la estima del resto de la sociedad, lo que le impelía a un sobreesfuerzo. Lo cierto era que no se había equivocado. En consecuencia, merecía la molestia escucharle. Quizá pudiera obtener algún beneficio.

Ambos estaban sentados en la penumbra, frente a frente, en una mesa en la que reinaba una botella de cristal que contenía un güisqui añejo del que Christopher sirvió dos vasos. Su hermanastro permanecía en silencio, con una sonrisa esbozada en los labios. Tras un primer trago de la bebida ocre, el dueño de la casa arqueó interrogativamente las cejas, cediendo la acción a su invitado.

Wendell jugueteó unos instantes con el vaso mientras degustaba el momento, la dejó con suavidad en la mesa y fue directo al grano. Le exigió todo lo que le había robado, el legado de su padre, todo lo que le había usurpado y que le pertenecía por derecho legítimo. Él era el auténtico heredero y no un desgraciado bastardo, una mal parido con aires de grandeza. Le explicó cómo se lo iba a devolver. En qué fecha qué parte de la herencia.

Si le hubiera hecho caso… Si hubiera atendido a sus amenazas de hacerlo público, de avisar a la prensa e incluso a la policía sobre lo que había descubierto… No se habría visto obligado a hacer lo que hizo. Aunque, en le fondo, lo hizo con gusto.

Christopher había permanecido en silencio, escuchando atento todas las amenazas de su hermano. Ni siquiera le había interrumpido, limitándose a dar algún trago a su vaso de cuando en cuando. Su actitud cambió cuando llegaron las amenazas de airear sus actividades, su membresía, sino mandato, de aquella secta infecta que celebraba esos asquerosos ritos. En este momento se levantó y se acercó al fuego despacio, centrado en las llamas y cavilando. Wendell le espetó una última acusación: cómo se había atrevido a mancillar de esa forma la memoria de su padre. Su hermanastro le miró incrédulo durante unos segundos y luego estalló en carcajadas.

No hizo falta que dijera nada, el abogado comprendió que sus más íntimos temores, aquello a lo que se negaba responder, a pesar de las sospechas, era cierto. Su padre también formó parte en su momento de aquellos horripilantes ritos. Su progenitor era uno de ellos una de esas parodias de ser humano, que se reían de la sagrada creación. El mundo de Wendell se deshizo, estallo en millares de esquirlas que se clavaron en su alma. En todo su ser solo cupo la rabia hacia su familia, hacia su legado. Espoleado por la fuerza del odio, se alzó como un resorte de la silla y se abalanzó sobre su aborrecido hermanastro, empujándolo contra la lumbre. Este trastabilló, golpeándose la nuca contra la parte superior del hogar, cayendo sin sentido sobre el abogado.

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