Un pequeño legado (XI)

(Para ver las partes anteriores entre otros relatos de los eones)

Quedó con el ladrón al día siguiente, en el mismo restaurante para pagarle lo debido. Decidió darle un extra para posibilitar algún negocio futuro además de añadir motivos extra para atarle la lengua. El resto dependía de sí mismo. Al salir, se paró un momento a observar a los viandantes en busca de cierta cara en particular que no había vuelto a ver en las últimas noches. A pesar del frío y de los restos de humedad en la calle, la gente había salido con ropa elegante, incluso los bribonzuelos iban con chaqueta. Era domingo y él no había acudido a los servicios religiosos. A ver qué se le ocurría para disculparse con sus lenguaraces convecinos. Domingo. Eso significaba que la excursión de su hermanastro había sido nuevamente el viernes.

Durante los siguientes tres días, tras salir de la oficina, Wendell viajaba a la propiedad de su padre, usurpada por ese indeseable medio hermano. Aún recordaba parte de la construcción en la que solían pasar los fines de semana su padre y él. A medida que la visitaba, más recuerdos acudían a su memoria. En el establo, la sombra del viejo bayo en el que le encantaba montar mientras su padre ponía heno y que, con ayuda del mozo que cuidaba la pequeña finca, aireaba el lugar. Se preguntó qué habría sido de él. El mismo día en que su padre murió en la cama, desapareció. En el jardín aún yacía el tronco hueco de un roble, muerto y abrasado por un rayo hacía más de una década. Hubo mucha suerte de que no se incendiara la casa. Guardaba una copia de la llave, que no había entregado a Christopher, y la utilizó para entrar. La cerradura giró fácil, parecía que la habían engrasado hacía no demasiado. El interior estaba limpio, sin polvo y, por lo que recordaba, faltaba algún mueble. Asaltado por los recuerdos, tras esa primera ojeada al interior, prefirió no adelantarse mucho más de momento. Acudió en dos nuevas ocasiones y, cada día, avanzó un poco más en el examen de la casa, hasta que finalmente, el tercero, se atrevió a abrir la puerta del sótano.

Pensando en la revisión de esta parte de la casa, Wendell había traído una pequeño lámpara de petróleo. Tras encenderla bajó los escalones que crujían levemente. Al llegar al fondo barrió con su mirada la estancia. Bancos alineados en los laterales y unos cuatro pebeteros sobre sendos soportes con extraños labrados. Al fondo, ¿una mesa? Al acercarse comprobó que se trataba de un altar. A sus pies vio una palangana. Se agachó y vio varias manchas oscuras en el recipiente. A su mente vinieron las palabras del canónigo de la catedral: “hombres y mujeres, desnudos y salpicados de sangre, se repartían las vísceras de un joven al que habían destripado sobre una mesa”. Se fijó mejor y constató que en el borde del ara aparecían algunos rastros del mismo color oscuro. Era cierto, el desgraciado de su hermanastro seguía con las horribles celebraciones heredadas de su mil veces maldita progenitora.

Un primer impulso fue el de quemar todo, reducir a cenizas y escombros ese lugar ultrajado y violado. Lanzar la lámpara con fuerza y que estallara encendiendo un fuego purificador que limpiara el recinto de las muertes y sacrificios humanos que sin duda allí se habían cometido. Sin embargo, Wendell consiguió reprimir esta idea y con una fría rabia salió de la casa y para volver a Arkham, dispuesto a enfrentarse cara a cara a su hermanastro.

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