Wendell se dirigió hacia la fuente del ruido en los anaqueles existentes tras la ornada mesa de trabajo. Empezó mover diferentes volúmenes sin resultado hasta que se fijó en un grupo de ellos. Era una reproducción bastante fidedigna de la Enciclopedia de Diderot y Dalambert. Con seguridad asió el volumen que contenía los comentarios sobre Egipto y lo sacó. Un hueco en la pared quedó al descubierto, en su interior se adivinaba una forma: un libro. Una extraña sensación le hizo estremecerse. Su dormido instinto tomó momentáneamente el control y le hizo dar un paso atrás. Sin embargo, la lógica moderna se impuso a la sabiduría ancestral y, en lugar de abandonar el lugar y salir huyendo, avanzó y acercó su mano hasta tomar el ejemplar. Sin motivo racional un ligero temblor sacudía sus brazos mientras avanzaba paso a paso hacia la ventana para que la tenue luz nocturna arrojara sentido a su temor. Al tacto las tapas parecían de piel, una piel negra y antigua. Sus dedos acariciaron unas letras repujadas de bordes agudos. Al incidir la claridad lunar sobre estas, pudo leer un nombre escrito en latín con caracteres góticos: Innominandum. El Innombrable.
Abrió el libro y lo hojeó. Parte del mismo estaba escrito en latín y parte, supuso por la caligrafía, en árabe. Debido a su educación conocía la lengua clásica romana, no así la otra. Leyó algunos párrafos y su rostro se demudó. Era un texto terrible, en el que se hablaba de sacrificios y antiguos rituales. Detallaba el uso de las vísceras extirpadas a seres humanos vivos. Vivos. Además de las descripciones de esos impíos actos, también había ciertos relatos de la búsqueda infructuosa de algún extraño objeto en el interior de África. Al momento lo relacionó con lo que le había contado su hermanastro y con algo más que no había reconsiderado hasta ese instante: el libro pertenecía a su padre y, junto a esto, le vino a la memoria como un destello una pequeña figurita que le había regalado cuando él era niño. Se trataba de un elefante tallado en ónice que le trajo del interior del continente africano. ¡Su padre también había estado en esas tierras!
En medio del silencio sepulcral de la noche, un ruido lejano le sacó de su ensimismamiento. Era un coche. Wendell cerró el libro y rápidamente lo guardó en su escondite, poniendo después en su lugar el volumen de la Enciclopedia que lo cubría. Acto seguido, colocó en su posición original la sujeción del globo, a la que acompañó un nuevo ruido, y se dirigió a la cocina, donde estaba la puerta trasera por la que había entrado, deteniéndose un instante en el umbral de la sala para comprobar que todo lo había dejado tal y como estaba inicialmente. Si bien con dudas por la penumbra en la que se hallaba, pensó que todo estaba en su sitio y se encaminó veloz a la salida. Le hubiera gustado tener tiempo para retirar los cristales pero no podía entretenerse un segundo. Miró por las ventanas sobre el horno y se aseguró de que el automóvil aún no había entrado por le camino trasero. Salió, cerró la puerta y corrió hacia unos arbustos cercanos. Cerca de un frenético minuto después unos faros iluminaron el área. El coche se estacionó y del mismo bajó Christopher. Cuando iba a entrar observó el cristal roto. Gritó dos nombres, el primero, tal y como Wendell había supuesto, fue el de Howards. El otro no lo conocía: Spencer. Este último salió del asiento del conductor con un arma en la mano. Los tres hombres entraron en la casa, momento que aprovechó el intruso para escapar, yendo de un árbol a otro, de un arbusto a otro, hasta que pudo refugiarse al amparo de un edificio desde el que se encaminó a su casa. Llegó jadeando y tras subir las escaleras y entrar en su cuarto, se desplomó sobre su cama y durmió hasta el día siguiente sin ni siquiera quitarse la ropa.
Abrió el libro y lo hojeó. Parte del mismo estaba escrito en latín y parte, supuso por la caligrafía, en árabe. Debido a su educación conocía la lengua clásica romana, no así la otra. Leyó algunos párrafos y su rostro se demudó. Era un texto terrible, en el que se hablaba de sacrificios y antiguos rituales. Detallaba el uso de las vísceras extirpadas a seres humanos vivos. Vivos. Además de las descripciones de esos impíos actos, también había ciertos relatos de la búsqueda infructuosa de algún extraño objeto en el interior de África. Al momento lo relacionó con lo que le había contado su hermanastro y con algo más que no había reconsiderado hasta ese instante: el libro pertenecía a su padre y, junto a esto, le vino a la memoria como un destello una pequeña figurita que le había regalado cuando él era niño. Se trataba de un elefante tallado en ónice que le trajo del interior del continente africano. ¡Su padre también había estado en esas tierras!
En medio del silencio sepulcral de la noche, un ruido lejano le sacó de su ensimismamiento. Era un coche. Wendell cerró el libro y rápidamente lo guardó en su escondite, poniendo después en su lugar el volumen de la Enciclopedia que lo cubría. Acto seguido, colocó en su posición original la sujeción del globo, a la que acompañó un nuevo ruido, y se dirigió a la cocina, donde estaba la puerta trasera por la que había entrado, deteniéndose un instante en el umbral de la sala para comprobar que todo lo había dejado tal y como estaba inicialmente. Si bien con dudas por la penumbra en la que se hallaba, pensó que todo estaba en su sitio y se encaminó veloz a la salida. Le hubiera gustado tener tiempo para retirar los cristales pero no podía entretenerse un segundo. Miró por las ventanas sobre el horno y se aseguró de que el automóvil aún no había entrado por le camino trasero. Salió, cerró la puerta y corrió hacia unos arbustos cercanos. Cerca de un frenético minuto después unos faros iluminaron el área. El coche se estacionó y del mismo bajó Christopher. Cuando iba a entrar observó el cristal roto. Gritó dos nombres, el primero, tal y como Wendell había supuesto, fue el de Howards. El otro no lo conocía: Spencer. Este último salió del asiento del conductor con un arma en la mano. Los tres hombres entraron en la casa, momento que aprovechó el intruso para escapar, yendo de un árbol a otro, de un arbusto a otro, hasta que pudo refugiarse al amparo de un edificio desde el que se encaminó a su casa. Llegó jadeando y tras subir las escaleras y entrar en su cuarto, se desplomó sobre su cama y durmió hasta el día siguiente sin ni siquiera quitarse la ropa.
¡Treiral a la espera de la siguiente parte! xD