Un pequeño legado (II)

(ver Un Pequeño legado I)

Comenzó a planearlo todo poco después de recuperarse de la afrenta soportada durante el juicio. Si bien durante un tiempo ni siquiera se atrevía a salir de su casa victoriana más que lo estrictamente necesario y, en estas ocasiones, procuraba que lo vieran en la calle la menor gente posible, poco a poco fu ganando la confianza necesaria para poner en práctica su idea. Tras recuperar sus primeras fuerzas se dirigió a la oficina de Anthony Prescott, albacea depositario de los bienes pertenecientes a su difunto padre. Necesitaba conocer exactamente todas y cada una de las posesiones por las que había luchado con su hermanastro pues temía haber pasado por alto algún documento que encerrara el motivo de la disputa y una más que probable riqueza para su poseedor.

La visita no aclaró nada. La pequeña y vetusta villa a las afueras de Boston con sus muebles, el viejo carruaje y unas acciones en una empresa maderera que prácticamente estaba en quiebra. En el listado de los muebles y demás enseres de la casa no había nada extraño. Incluso el contenido de la caja fuerte era muy escaso, títulos accionariales por valor de sesenta dólares, otros ochenta en metálico y un libro titulado “El Innombrable”. Le sorprendió el hecho de que su padre guardara un libro allí pero pronto desechó este pensamiento. Tenía que haber algo más, algo oculto en alguna parte que mereciera tanta atención. Decidió que lo más inteligente no era hacer un alarde público de fuerza o intentar difamar a su hermanastro ya que se podría tomar como un burdo intento de venganza y obtener como única recompensa un mayor desprestigio, lo que seguro acabaría con él. No, debía ser más inteligente y cuidadoso. Quizá si se presentara como un elegante perdedor, dispuesto a mejorar… Sí, eso le reportaría una buena imagen entre sus desconfiados convecinos, tan prestos a la crítica, y, sobre todo, le permitiría acercarse a su bienamado Christopher.

La mañana era limpia y la temperatura media ese día de primavera en que Wendell acudió a casa de su hermanastro en son de paz. Una sonrisa de superioridad acompañó a este último al abrir la puerta. Mirar desde arriba le permitía observar a su visitante con mayor desprecio. A pesar del buen tiempo, una nube de tormenta se asomó a través de los ojos del más joven, quien miró de soslayo un instante por si había algún testigo de ese educado desprecio al que le estaba sometiendo. Al volver a mirar a Christopher, había conseguido despejar la ominosa amenaza de su mirada y sustituirla por un gesto amable y conciliador.

Tras ser invitado a pasar, fue acompañado a una pequeña sala donde se le ofreció un té traído directamente de la lejana Ceilán. La velada transcurrió en un tono correcto y, gracias a su experiencia como abogado y aprovechando el sentimiento de superioridad que sentía Christopher por la situación de ambos, Wendell le sonsacó parte de su historia, dónde había estado, a qué se dedicaba, planes de futuro. Le llamó mucho la atención encontrarse ante una persona muy culta, con numerosas experiencias vividas, conocedora de idiomas, tanto modernos como antiguos. Lo más sorprendente de su vida era su estancia durante una década en el norte de África, principalmente en Egipto, donde reconoció sin ninguna modestia haber tomado parte en diversas exploraciones y pequeños descubrimientos. Wendell tanteó cuál podía ser el interés de su hermanastro por la herencia de su padre pero sólo obtuvo algunas respuestas esquivas, de manera que prefirió no insistir. Ya habría tiempo para averiguarlo más adelante y, una vez hecho, devolverle la humillación, conseguir que suplicara perdón y, en ese momento, hacerle sufrir, hacerle gritar, obligarle a reconocer que no era más que un bastardo, un hijo ilegítimo que se había aprovechado de un hombre enfermo y que sólo merecía el destino que le ofrecía su queridísimo hermano pequeño, la muerte.

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