(continuación de Un Primer Encuentro)
Pues allí estaba yo en pleno día soleado de París, anonadado por el chasco de haber sido estúpidamente engañado por las divagaciones enajenadas de un viejo al que no conocía, y sintiéndome bastante tonto. Es cierto que la historia parecía simpática: conocer por internet a alguien que te promete un secreto es casi como caer en los engaños de la estafa nigeriana, pero yo creo que en el fondo, mi interés estuvo en tener un motivo más original para visitar la capital francesa. En todo caso, la historia que me había contado Walter no dejaba de ser única, y prometía ser un buen punto de partida para muchas anécdotas.
Pensaba todo esto mientras iba caminando con calma por el Boulevar de Belleville, camino a la estación de metro de la línea tres que me podía llevar hasta la ópera, donde me había prometido encontrar el bar francés que comparte nombre con mi sitio de trabajo. Con el itinerario truncado por la desaparición de Walter, me había quedado con tiempo libre para dedicarlo a visitas menores dentro de una ciudad repleta de intereses turísticos. Pero sin quererlo, me topé de frente con uno de ellos. Siguiendo recto por la misma avenida, junto a la estación de metro que calculaba como mi destino, me encontré ante uno de los cementerios más visitados del mundo: Père Lachaise.
Acaso el cielo azul de esa mañana y la brisa primaveral no fueran el ambiente más propicio para recorrer osarios y panteones, siempre relacionados con las brumas y la lluvia otoñales. No obstante, los pasos de aquel día extraño me habían llevado hasta allí, y no podía dejar de admirar aquellas tumbas centenarias.
Tan pronto entré, la visión de la arquitectura mortuoria me dejó perplejo. Pocas necrópolis pueden competir en belleza con ésta, donde se juntan la decadencia provocada por el paso del tiempo con la pretensión frustrada del recuerdo. Lápidas carcomidas, nombres borrados, vitrales rotos y flores muertas. Unos cuantos turistas (más bien pocos) deambulaban siguiendo la ruta de los nombres famosos: Edith Piaf, Óscar Wilde, Honoré de Balzac o Marcel Proust. Personalmente, yo estaba más interesado por las tumbas anónimas de personajes olvidados por la historia. Así, me fui internando en una hilera solitaria y estrecha de panteones, hasta que el silencio me invadió. Fue entonces cuando percibí sobre mí la presencia de un alado y negro habitante del cementerio.
Al principio de mi caminata por Père Lachaise le presté poca atención, pese a sus constantes graznidos. Pero minutos después fue demasiado obvio, incluso pese a lo tonto que parecía: el cuervo me estaba siguiendo. Bastó una mirada mía para que se posara con calma sobre la tumba que estaba contemplando, y me dirigiera un grito particular. Desconozco completamente los hábitos de estas aves, y sólo conservo en la memoria sus apariciones literarias en poemas victorianos y en películas de suspense; como mucho, en algún lado recuerdo haber leído una reseña de su inteligencia y perspicacia. Acaso este cuervo estuviera buscando comida. Seguí ignorándolo, esta vez a propósito, pero el pájaro se empeñó en rodearme con su vuelo y continuar con los graznidos. Mi cámara de fotos hace unos videos de escasa resolución, pero en medio del silencio que me envolvía se pueden escuchar bien los graznidos que me regalaba el ave negra.
Ya que llamaba mi atención, decidí seguir al cuervo por lo menos para sacar unas cuantas fotos. El pájaro se posaba en lo alto de una tumba, yo me acercaba, y luego levantaba vuelo. Así estuvimos por un rato, casi jugando, hasta que me vi en medio del sector más septentrional del cementerio, una zona alejada del resto, vacía de lápidas célebres y visitantes. Allí el cuervo se detuvo en una de las tumbas, y haciendo una sorpresiva pirueta, penetró en ella por un agujero del techo.
Era el panteón de la familia Delamare. ¿Por qué me sonaba a mí ese nombre? Delamare. Me senté a respirar con calma, haciendo memoria. Delamare. Yo, en París, sentado en Père Lachaise porque un hombre llamado Walter me trajo con mentiras hasta su casa que no existe. Walter. ¡Walter Delamare! ¡El poeta gótico favorito de Lovecraft, ése que recitó los versos que inspiraron la tierra de los sueños, las Dreamlands!
Not a wave breaks,
Not a bird calls,
My heart, like a sea,
Silent after a storm that hath died,
Sleeps within me.
Pero ésta no podía ser su tumba, porque el poeta era inglés y murió en su tierra. No obstante, de sus descendientes se sabía poco. Asombrado por la coincidencia, me levanté para observar por la rendija del panteón, y desde la oscuridad... ¡salió graznando el cuervo, dándome un susto de muerte!
El maldito pájaro dejó caer algo blanco y se alejó de allí, riéndose de mí (al menos lo parecía). Y junto a mis temblorosas piernas se detuvo, lentamente, una hoja de papel vieja y descolorida, llena de tachones y anotaciones en una caligrafía casi ilegible, todo en francés. No me quedé para leerla. La guardé en mi mochila, y salí despavorido por la primera puerta que encontré. El camino que había tomado desembocaba a un jardín lateral del cementerio, en la parte alta, que descendía abruptamente hasta una verja metálica y luego hasta la Avenida Gambetta. Pero para salir, era necesario seguir un sendero de arena rodeado por matorrales. Mirando el mapa, ví que siguiendo el camino, podía llegar fácilmente a una estación de metro. Apresuré el paso, cansado de estar allí y con ganas de alejarme de los graznidos molestos que al otro lado del muro del cementerio parecían multiplicarse, pero un descuido me hizo tropezar con una piedra y resbalar. Todas las cosas de mi mochila cayeron al piso, y las manos me quedaron ensangrentadas.
Maldiciendo mi estupidez, mi pésima suerte y mi absurdo comportamiento, me senté para recogerlo todo. Y mis ojos se toparon con la hoja que había recogido minutos antes. Y una palabra se iluminó entre la intrincada letra y los tachones en francés, un nombre reconocible en cualquier idioma, el del terrible primordial: Nyarlathotep. No lo podía creer. No podía ser cierto. Levanté mi cabeza, y frente a mí, pegada al muro del cementerio, como queriendo huir, estaba la figura convertida en piedra de una mujer sin cara, y decenas de rostros también estáticos. Mi cámara, intacta después de la caída, pudo atestiguar mis palabras. No miento, allí también estaba, reconocible, la cara de Walter.
El dios sin rostro me había encontrado, me había llamado a París usando uno de sus miles de disfraces, y me había traído hasta aquí para algo. Esos eran mis enajenados pensamientos mientras me encontraba tirado en el suelo, observando atónito la figura aquella, terrorífica, la cara petrificada del anciano en la pared.
No sé cuántos minutos estuve anonadado, hasta que la presencia bienaventurada de un jardinero vino a socorrerme. Tomé el par de fotos antes de marcharme de allí. Fue en casa de mi amigo francés, lejos de aquel tórrido sitio, cuando por fin recobré por completo la calma y pude empezar a creer que todo no había sido más que una jugarreta de mi imaginación, del sol, del ambiente mortuorio del cementerio, y de mis referencias literarias.
Pero no era así. Al menos no del todo.
Pues allí estaba yo en pleno día soleado de París, anonadado por el chasco de haber sido estúpidamente engañado por las divagaciones enajenadas de un viejo al que no conocía, y sintiéndome bastante tonto. Es cierto que la historia parecía simpática: conocer por internet a alguien que te promete un secreto es casi como caer en los engaños de la estafa nigeriana, pero yo creo que en el fondo, mi interés estuvo en tener un motivo más original para visitar la capital francesa. En todo caso, la historia que me había contado Walter no dejaba de ser única, y prometía ser un buen punto de partida para muchas anécdotas.
Pensaba todo esto mientras iba caminando con calma por el Boulevar de Belleville, camino a la estación de metro de la línea tres que me podía llevar hasta la ópera, donde me había prometido encontrar el bar francés que comparte nombre con mi sitio de trabajo. Con el itinerario truncado por la desaparición de Walter, me había quedado con tiempo libre para dedicarlo a visitas menores dentro de una ciudad repleta de intereses turísticos. Pero sin quererlo, me topé de frente con uno de ellos. Siguiendo recto por la misma avenida, junto a la estación de metro que calculaba como mi destino, me encontré ante uno de los cementerios más visitados del mundo: Père Lachaise.
Acaso el cielo azul de esa mañana y la brisa primaveral no fueran el ambiente más propicio para recorrer osarios y panteones, siempre relacionados con las brumas y la lluvia otoñales. No obstante, los pasos de aquel día extraño me habían llevado hasta allí, y no podía dejar de admirar aquellas tumbas centenarias.
Tan pronto entré, la visión de la arquitectura mortuoria me dejó perplejo. Pocas necrópolis pueden competir en belleza con ésta, donde se juntan la decadencia provocada por el paso del tiempo con la pretensión frustrada del recuerdo. Lápidas carcomidas, nombres borrados, vitrales rotos y flores muertas. Unos cuantos turistas (más bien pocos) deambulaban siguiendo la ruta de los nombres famosos: Edith Piaf, Óscar Wilde, Honoré de Balzac o Marcel Proust. Personalmente, yo estaba más interesado por las tumbas anónimas de personajes olvidados por la historia. Así, me fui internando en una hilera solitaria y estrecha de panteones, hasta que el silencio me invadió. Fue entonces cuando percibí sobre mí la presencia de un alado y negro habitante del cementerio.
Al principio de mi caminata por Père Lachaise le presté poca atención, pese a sus constantes graznidos. Pero minutos después fue demasiado obvio, incluso pese a lo tonto que parecía: el cuervo me estaba siguiendo. Bastó una mirada mía para que se posara con calma sobre la tumba que estaba contemplando, y me dirigiera un grito particular. Desconozco completamente los hábitos de estas aves, y sólo conservo en la memoria sus apariciones literarias en poemas victorianos y en películas de suspense; como mucho, en algún lado recuerdo haber leído una reseña de su inteligencia y perspicacia. Acaso este cuervo estuviera buscando comida. Seguí ignorándolo, esta vez a propósito, pero el pájaro se empeñó en rodearme con su vuelo y continuar con los graznidos. Mi cámara de fotos hace unos videos de escasa resolución, pero en medio del silencio que me envolvía se pueden escuchar bien los graznidos que me regalaba el ave negra.
Ya que llamaba mi atención, decidí seguir al cuervo por lo menos para sacar unas cuantas fotos. El pájaro se posaba en lo alto de una tumba, yo me acercaba, y luego levantaba vuelo. Así estuvimos por un rato, casi jugando, hasta que me vi en medio del sector más septentrional del cementerio, una zona alejada del resto, vacía de lápidas célebres y visitantes. Allí el cuervo se detuvo en una de las tumbas, y haciendo una sorpresiva pirueta, penetró en ella por un agujero del techo.
Era el panteón de la familia Delamare. ¿Por qué me sonaba a mí ese nombre? Delamare. Me senté a respirar con calma, haciendo memoria. Delamare. Yo, en París, sentado en Père Lachaise porque un hombre llamado Walter me trajo con mentiras hasta su casa que no existe. Walter. ¡Walter Delamare! ¡El poeta gótico favorito de Lovecraft, ése que recitó los versos que inspiraron la tierra de los sueños, las Dreamlands!
Not a wave breaks,
Not a bird calls,
My heart, like a sea,
Silent after a storm that hath died,
Sleeps within me.
Pero ésta no podía ser su tumba, porque el poeta era inglés y murió en su tierra. No obstante, de sus descendientes se sabía poco. Asombrado por la coincidencia, me levanté para observar por la rendija del panteón, y desde la oscuridad... ¡salió graznando el cuervo, dándome un susto de muerte!
El maldito pájaro dejó caer algo blanco y se alejó de allí, riéndose de mí (al menos lo parecía). Y junto a mis temblorosas piernas se detuvo, lentamente, una hoja de papel vieja y descolorida, llena de tachones y anotaciones en una caligrafía casi ilegible, todo en francés. No me quedé para leerla. La guardé en mi mochila, y salí despavorido por la primera puerta que encontré. El camino que había tomado desembocaba a un jardín lateral del cementerio, en la parte alta, que descendía abruptamente hasta una verja metálica y luego hasta la Avenida Gambetta. Pero para salir, era necesario seguir un sendero de arena rodeado por matorrales. Mirando el mapa, ví que siguiendo el camino, podía llegar fácilmente a una estación de metro. Apresuré el paso, cansado de estar allí y con ganas de alejarme de los graznidos molestos que al otro lado del muro del cementerio parecían multiplicarse, pero un descuido me hizo tropezar con una piedra y resbalar. Todas las cosas de mi mochila cayeron al piso, y las manos me quedaron ensangrentadas.
Maldiciendo mi estupidez, mi pésima suerte y mi absurdo comportamiento, me senté para recogerlo todo. Y mis ojos se toparon con la hoja que había recogido minutos antes. Y una palabra se iluminó entre la intrincada letra y los tachones en francés, un nombre reconocible en cualquier idioma, el del terrible primordial: Nyarlathotep. No lo podía creer. No podía ser cierto. Levanté mi cabeza, y frente a mí, pegada al muro del cementerio, como queriendo huir, estaba la figura convertida en piedra de una mujer sin cara, y decenas de rostros también estáticos. Mi cámara, intacta después de la caída, pudo atestiguar mis palabras. No miento, allí también estaba, reconocible, la cara de Walter.
El dios sin rostro me había encontrado, me había llamado a París usando uno de sus miles de disfraces, y me había traído hasta aquí para algo. Esos eran mis enajenados pensamientos mientras me encontraba tirado en el suelo, observando atónito la figura aquella, terrorífica, la cara petrificada del anciano en la pared.
No sé cuántos minutos estuve anonadado, hasta que la presencia bienaventurada de un jardinero vino a socorrerme. Tomé el par de fotos antes de marcharme de allí. Fue en casa de mi amigo francés, lejos de aquel tórrido sitio, cuando por fin recobré por completo la calma y pude empezar a creer que todo no había sido más que una jugarreta de mi imaginación, del sol, del ambiente mortuorio del cementerio, y de mis referencias literarias.
Pero no era así. Al menos no del todo.
Realmente fabuloso.