Las calles parecían demasiado estrechas, los edificios demasiado altos, las distancias demasiado largas. Las puertas estaban cerradas, las luces apagadas. Los ecos de sus pasos apenas dejaban resquicio para el sonido de su jadeo. Pero él estaba sordo pues sus tímpanos sólo dejaban paso al retumbar incesante de su corazón, desbocado y salvaje. Pum pum, pum pum.
La levita le estorbaba el movimiento, pero el frío le atenazaba como una amante lasciva y muerta que no quería dejarle marchar, de manera que permaneció cerrada. Había abandonado ya su sombrero nuevo y maldecía haber hecho lo propio con su bastón viejo. Si le alcanzaba -¡oh Dios, no lo permitas!-, si le alcanzaba podría defenderse, ganar tiempo, un segundo, un resuello para gritar pidiendo ayuda por última vez, antes de sumergirse en el olvido.
La niebla se había aliado con la luna nueva para cegarle, para facilitar a su perseguidor cercarle, encerrarle como a una de esas alimañas del circo de rarezas que se había instalado a las afueras de la ciudad. Sí, seguro que era una de ellas, con sus dientes y sus garras, hediondas y sanguinarias. Pero no, no puede ser, la habrían seguido, habrían salido a darle caza. Entonces, ¿dónde estaba la gente?, ¿dónde el reflejo de sus antorchas?, ¿dónde sus voces?. ¡Sí! ¡¿Dónde sus voces?! Algo que hiciera callar su maldito corazón, que rompiese el tenso parche de éste, su tambor vital, y lo sumiera en la paz ahora robada.
Un cruce al final. ¿Izquierda? ¿Derecha? Donde sea. Donde sea pero ya. Otra decisión más, otro minuto arrancado al Destino. Y otra calle eterna, infinita como el tiempo, como la soledad. Incluso ratas y cucarachas se resguardan ante su llegada, sus diminutos cuerpos encogidos en los huecos, en los recovecos de los gastados y rotos ladrillos de los ciclópeos edificios que le contemplan con maleficencia, riendo con mudas carcajadas ante el vano e inútil correr. Las sienes laten, la sangre busca abrirse paso a través de la piel, su cuerpo explota pero él sigue, no le queda más opción sino una veloz zancada tras otra, tras otra, tras otra...
Otro cruce, otro recodo... y unos pasos que se pierden en el limbo.
La levita le estorbaba el movimiento, pero el frío le atenazaba como una amante lasciva y muerta que no quería dejarle marchar, de manera que permaneció cerrada. Había abandonado ya su sombrero nuevo y maldecía haber hecho lo propio con su bastón viejo. Si le alcanzaba -¡oh Dios, no lo permitas!-, si le alcanzaba podría defenderse, ganar tiempo, un segundo, un resuello para gritar pidiendo ayuda por última vez, antes de sumergirse en el olvido.
La niebla se había aliado con la luna nueva para cegarle, para facilitar a su perseguidor cercarle, encerrarle como a una de esas alimañas del circo de rarezas que se había instalado a las afueras de la ciudad. Sí, seguro que era una de ellas, con sus dientes y sus garras, hediondas y sanguinarias. Pero no, no puede ser, la habrían seguido, habrían salido a darle caza. Entonces, ¿dónde estaba la gente?, ¿dónde el reflejo de sus antorchas?, ¿dónde sus voces?. ¡Sí! ¡¿Dónde sus voces?! Algo que hiciera callar su maldito corazón, que rompiese el tenso parche de éste, su tambor vital, y lo sumiera en la paz ahora robada.
Un cruce al final. ¿Izquierda? ¿Derecha? Donde sea. Donde sea pero ya. Otra decisión más, otro minuto arrancado al Destino. Y otra calle eterna, infinita como el tiempo, como la soledad. Incluso ratas y cucarachas se resguardan ante su llegada, sus diminutos cuerpos encogidos en los huecos, en los recovecos de los gastados y rotos ladrillos de los ciclópeos edificios que le contemplan con maleficencia, riendo con mudas carcajadas ante el vano e inútil correr. Las sienes laten, la sangre busca abrirse paso a través de la piel, su cuerpo explota pero él sigue, no le queda más opción sino una veloz zancada tras otra, tras otra, tras otra...
Otro cruce, otro recodo... y unos pasos que se pierden en el limbo.
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